Transmilenio vs. metro, en tarifas

A largo plazo, montar en metro puede ser más barato para los presupuestos de los hogares de ingresos medios y bajos.

La tarifa técnica de Transmilenio, que es la que se les paga a los operadores, subió 40% por encima de la inflación entre 2000 y 2015. / Archivo El Espectador

Hace dos semanas, en un foro en el Congreso de la República que organizó el Polo Democrático, denominado “El mejor metro para Bogotá”, hice una comparación entre las tarifas técnicas de Transmilenio y el metro. Para ello me apoyé en la documentación suministrada por el economista y candidato a maestría de la Universidad de los Andes Mateo Hoyos, basada en la evolución tarifaria en los primeros 15 años del metro de Medellín y en los primeros 15 años de Transmilenio en Bogotá.

Ese análisis requiere dos observaciones previas. Primera: no incluye, en ninguno de los dos casos, el cargo de las respectivas obras de infraestructura, que siempre, contadas excepciones, se hacen en forma de obra pública a fondo perdido. Segunda: la demanda de pasajeros, que permite economías de escala, es mucho mayor en Bogotá que en Medellín.

Esas tarifas reflejan dos componentes de los costos: los fijos y los variables. Con respecto a los primeros, en el caso de Transmilenio se carga el valor del elemento articulado o biarticulado (bus rojo) y se divide por el número de pasajeros que puede acarrear. Dado que en el articulado el costo es de US$400.000 y la capacidad es de 160 pasajeros, el costo unitario es de US$2.500; y para el segundo, por su capacidad de carga de 260 personas y un precio de US$500.000, baja a US$2.110. Una configuración básica de metro, que consta del tren más mínimo tres vagones, está avaluada en US$2 millones, pero, dado que así moviliza un mínimo de 1.500 pasajeros, el cargo por cada uno es de US$1.333.

Vale anotar que la vida útil de un bus articulado es máximo de 15 años (aquí la administración anterior ya la prorrogó 13), mientras la de una configuración férrea como la descrita dura el doble, mínimo 30 años, y, repotenciada y ajustada, hasta 50. Es decir: en un escenario de máximo aprovechamiento, para ambos casos se requerirían tres Transmilenios por una configuración básica de metro en un horizonte de largo plazo.

Con relación a los costos variables, algunos datos de las correspondientes estructuras de importes dan luces sobre las notorias diferencias entre uno y otro sistema. En los de Transmilenio, el combustible fósil es entre el 36% y el 38,5% del total, mientras que en el metro la energía eléctrica, limpia, es apenas el 8,3%. En cuanto al mantenimiento, el peso en los buses excede varias veces el del metro.

Según Ming Zhang, reconocido experto en transporte, en Estados Unidos el costo de operación por pasajero por milla en Bus Rapid Transit (BRT), equivalente a TM, es de 7,2 centavos de dólar, en tanto el del metro subterráneo es de 4,9 centavos (http://bit.ly/1VR4IeK). ¡Más barata la operación del metro que la de Transmilenio!

Todo esto se ha vuelto realidad en la evolución de la tarifa técnica, que es la que al final se paga a cada operador, tanto en Transmilenio como en el metro de Medellín. En 1996, al iniciar el metro en la capital de Antioquia, esa tarifa se fijó en $784 y, a los 15 años, en 2010, había subido a $1.442. Al compararlo con la evolución de la inflación, el alza del 84% en ese tiempo fue menos de la mitad del aumento en el costo de vida. A contramano, la tarifa de Transmilenio, que inició en $780 en diciembre de 2000 y alcanzó los $1.946 para octubre de 2015, estuvo 40% por encima de la inflación en tal período.

Es más: cálculos en Medellín, donde se dice que la tarifa al usuario estuvo por debajo de lo que la ley definía como tope posible, implicaron $1,2 billones (de 2010) de bienestar para el consumidor. En cambio, en Bogotá, además del pasaje, en los últimos cuatro años se trasladaron de fondos públicos cerca de $750.000 millones a los operadores de las troncales como subsidio a la operación. La diferencia entre uno y otro superaría en un horizonte de 15 años, en cuentas reales, más de $2 billones en perjuicio de los usuarios bogotanos. Y si a la cuenta anterior se le agrega la necesaria renovación de la infraestructura vial, que también debe hacerse para los buses cada 15 años, en contraposición con lo que sucede con las vías férreas, la contradicción se torna casi antagónica.

Precisamente por eso, los sistemas deben ser integrados, pero no como un mero enunciado general, según lo ha hecho saber Juan Pablo Bocarejo, secretario de Movilidad. La integración que se concluye de este análisis es indiscutible: el metro, a partir de su primera línea, debe ser el Eje (con mayúscula) articulador del sistema. Es, además, la única fórmula para aprovechar las denominadas economías de alcance, que caracterizan a los sistemas integrados de transporte público al transmitir, en su interacción, menores costos medios (eficiencias) para los distintos modos del sistema. En otras palabras, en Bogotá, si se hace bien, el metro hasta les ayudaría a los buses favoritos del alcalde Enrique Peñalosa a prestar un mejor servicio, más accesible, tal y como ocurre en Ciudad de México, por ejemplo.

Por la vía de las tarifas queda otra vez demostrado que el metro y Transmilenio no significan lo mismo ni hacen lo mismo, como en un gazapo proverbial lo sentenció hace poco Peñalosa. A largo plazo, el metro no les vale lo mismo a los presupuestos de los hogares de ingresos medios y bajos, primeros usuarios del transporte público.

La troncal de TransMilenio por la Séptima: un falso positivo, opinión de Aurelio Suárez

«Los miles de bogotanos que enarbolan la bandera Defendamos la Séptima están llenos de argumentos frente al alcalde Peñalosa».

Al revisar la literatura actual sobre evaluación de proyectos de infraestructura, la metodología del Centro de Economía Aplicada de la Universidad de Kansas, utilizada en múltiples casos, parte de la premisa de que un análisis de decisión completo requiere tanto estudios Beneficio/Costo como de Impacto Económico Neto. Afirma –textualmente– que todo plan que carezca de ellos será un falso positivo.

Ambos estudios deben permitir responder preguntas como: ¿Hay ancho suficiente en todos los tramos de la vía en construcción? ¿Cuál es el resultado del vector de movilidad, en relación con el presente? ¿Cuántos accidentes se evitan? ¿Es suficiente el número de carriles? ¿Cómo funcionarían las intersecciones? ¿Cuál es el costo (VP) de la construcción? ¿Cuál es en valor presente el costo que tendrá la comunidad durante el periodo de construcción? ¿Cuál es, en términos ambientales, el beneficio por reducir la contaminación del aire y visual? ¿Cuál el intangible de destruir edificaciones de patrimonio cultural?

Un ejercicio del economista y magister egresado de la Universidad de los Andes, Mateo Hoyos, para el cuestionado plan de Transmilenio por la Séptima, demuestra que trayendo los flujos de caja que obtendría el Distrito una vez entre en funcionamiento esa troncal –a una tasa de retorno del 4%– apenas recuperaría en el año 2300 los $2,4 billones que Peñalosa y sus funcionarios han dicho de afán que valdría la obra. Agrega Hoyos que, de aplicarse una tasa del 7%, estándar a nivel internacional, la vía quedaría como programa a fondo perdido para el Distrito. ¿Nada va a decir la Contraloría Distrital al respecto?

Resulta peor cuando se evalúa el costo social de este Transmilenio por la Séptima. Desatendiendo el documento CONPES 3093, que jerarquiza troncales que atiendan áreas con alta densidad de generación (…) comunicando en su mayoría zonas de vivienda de estratos 1,2 y 3”, el TM se va a implantar sobre las localidades de Chapinero y Usaquén las de menor presencia de esta población. Entre las dos solo suman el 3,1% del total de Bogotá; apenas 10% de las viviendas y 8% de las personas. Entre tanto se relegan otras, como la de la Avenida Ciudad de Cali, que impactarían a dos millones de personas. A esto, el alcalde Peñalosa responde que estará feliz viendo “a los ricos en el transporte masivo”.

El balance es más grave cuando se nota que, como la Troncal por la Séptima no cumple tal condición del documento CONPES, su costo, como lo ha admitido la propia Administración, debería imputarse al del “Metro esbelto y elevado” a cargo del Distrito. De ahí resulta que para las finanzas de Bogotá dicha solución, seleccionada como la más barata, resultó más costosa: $6,3 billones, al sumarse estos $2,4 billones a los $3,9 billones del aporte distrital al proyecto global.

Tampoco la Troncal aliviará la movilidad. Para 2021, Transmilenio moverá 3.288.000 pasajeros al día y la Troncal de la Séptima, que tendrá una capacidad de 20 mil pasajeros-hora-sentido, a lo sumo absorbería la demanda creciente, pero no resolverá el colapso. Al final, se justifica como vía alterna a la Caracas cuando esté en construcción el esperpento del Metro “elevado” sobre los buses rojos; es decir, Peñalosa acude a esta absurda solución intentando enmendar su imperdonable error histórico: haber suplantado en el año 2000 del Metro por Transmilenio. Una equivocación para corregir una anterior.

Ambientalmente, aun en el caso de que miles de automóviles fueran reemplazados por 150 buses diésel, la ecuación inicial de contaminación no aparece positiva. Los primeros generan mucho menos gases de Efecto Invernadero (GEI) como CO2 y NOx, e igual sucede con el material particulado. Y si las unidades no fueran diésel sino eléctricas, cuyo costo de adquisición es mucho mayor, el tiempo de recuperación de la inversión es casi el doble, lo cual incidirá en la tarifa a los usuarios.  

A estas alturas, la Administración de Peñalosa no logra responder las objeciones expuestas, fiscales, ambientales, de movilidad y sociales y muchas otras más, porque carece de estudios mínimos que al menos comparen el costo de oportunidad del cuestionado plan frente a otras alternativas de gasto público. Y todo con el silencio cómplice de los organismos de control.

Los miles de bogotanos que enarbolan la banderaDefendamos la Séptima están llenos de argumentos frente al Alcalde que, a contramano, estuvo libando y celebrando por el endeudamiento que el Concejo le aprobó para este –técnicamente hablando– falso positivo.

Alerta roja en el transporte masivo

Una mirada a la evolución de los sistemas que hoy circulan en ciudades como Cali, Barranquilla, Bucaramanga, Pereira y Cartagena.

Desde 2002, tomando como modelo el sistema bogotano de buses rápidos por carril exclusivo, o Transmilenio, se proyectó implantar sistemas similares en otras ciudades. En 2010 ya operaban en Bogotá, Cali, Pereira, Barranquilla, Medellín y Bucaramanga y en 2016 se inició en Cartagena. Distintos documentos Conpes de 2003 y 2004 los aprobaron como eje de política urbana y autorizaron financiación internacional. El Plan de Desarrollo de la segunda administración Uribe —Ley 1151 de 2007— ratificó lo aprobado y el Conpes 3465 de abril de 2007 definió en US$1.440 millones la inversión para construir la infraestructura, incorporando al Banco Mundial, al BID y a la Corporación Andina de Fomento (CAF).

El esquema, copiado de Bogotá, consiste en que la nación y los entes territoriales, en proporción de 70 % y 30 % respectivamente, aportan los recursos para la construcción de troncales, estaciones y portales; operadores privados participan con los buses y garajes, para su rotación y parqueo, y hay una compañía recaudadora y una fiducia que administra el recaudo. Cada uno percibe una proporción del ingreso mediante una fórmula similar al contrato original confeccionado por Enrique Peñalosa y el DNP en 2000. El funcionamiento de los sistemas recae en una entidad gestora del sector público, encargada de rutas, frecuencias, comunicaciones, seguridad y mantenimiento de infraestructura.

Estas características sirven para analizar la evolución de los sistemas de Cali, Barranquilla, Bucaramanga y Pereira y dar algunas puntadas sobre el inicio del Transcaribe en Cartagena, alrededor de la movilidad, las respuestas a las demandas proyectadas, la relación de sustitución del transporte público colectivo, los resultados financieros y, por último, el servicio para los usuarios.

Las conclusiones dejan ver un panorama general. Por ejemplo, según documentos Conpes de seguimiento para cada una de las cinco ciudades, la suma de las inversiones públicas y privadas, en pesos constantes de 2016 (A. Trigos, 2017), vale $6,7 billones, distribuidos así: $2,93 billones de la nación, $1,4 billones de las regiones y $2,35 billones del sector privado. El total de la inversión pública es en infraestructura, y la privada, en equipo de transporte. Precisamente, al cotejar la inversión privada con las deudas de los operadores de los cinco sistemas, se aprecia que, en casi una década, cerca del 70 % de los buses están entrampados en deudas bancarias que, bajo los esquemas actuales, son de dudoso recaudo.

La participación de los operadores privados en la distribución de los ingresos totales ha sido en Cali, Bucaramanga y Cartagena del 70 %; en Pereira del 83 %, y en Barranquilla han empezado a apropiar el 84 %. Dichos porcentajes resultaron insuficientes para remunerar la inversión, y los gastos financieros se manifiestan en la imposibilidad de chatarrizar el TPC.

Vale preguntar: ¿es un negocio con retornos suficientes? ¿Es el transporte masivo un área pública que debió permanecer bajo control del Estado? Los hechos descritos parecen indicar que esta actividad es “a fondo perdido”, de costos crecientes, en la que el capital privado no puede operar con tasas medias de ganancia suficientes o que, para hacerlo, debe maltratar usuarios, cometer irregularidades contrarias al buen servicio o elevar tarifas al ritmo que alzan los costos, lo cual ha derivado en el auge de otros modos, desde la moto hasta el “transporte pirata” y si se adicionan picardías y corrupción, se torna insostenible.

Finalmente, es factor común que no ha existido la demanda prevista, siendo casos más notorios los de Cali, Bucaramanga y Barranquilla. A la par, tampoco se han podido completar la infraestructura necesaria ni las flotas, pese a la cuantiosa inversión. No hay carriles exclusivos completos, faltan patios o terminales y el número de estaciones planeadas sigue inconcluso. El modelo Transmilenio implantado en varias regiones presenta, bajo su esquema contractual y su diseño institucional, falencias estructurales que exigen pronta revisión antes de un estallido en cadena con graves secuelas sociales, económicas y urbanas. Está en alerta roja.

En Barranquilla, el transporte tradicional financia a TransMetro, un absurdo

Mientras Transmetro mueve 110.000 pasajeros al día (esperaban 340.000), el transporte público colectivo (TPC) mueve 650.000, con 2.800 vehículos. Los dueños del TPC participan también en dos operadoras de Transmetro (Sistur y Metrocaribe), que aglutinan 19 y siete grupos, respectivamente. Es decir, la participación de Transmetro es el 15 % . En contraste, la tarifa cobrada a los usuarios pasó de $1.400 a $2.000 entre 2010 y 2017, pero transportar a cada usuario vale casi $2.500.

¿Cómo se ha sorteado ese déficit? La dualidad de ser propietarios de ambos sistemas los ha forzado a trasladar plata de un bolsillo a otro, del TPC a Transmetro, del primero, que genera algún excedente, al segundo, que está roto. También han reducido el número de buses en servicio con relación al incremento de pasajeros: entre el cuarto trimestre de 2015 y el de 2016, mientras que el número de viajeros creció 3,8 %, el de buses en servicio sólo lo hizo 2,9 %. Se trata de aumentar los usuarios por bus, lo que propicia hacinamiento, sobre todo en horas pico, cuando en las troncales se llega hasta el 98 % de ocupación.

No obstante, la parálisis de Transmetro tiene otras expresiones. No se ha expandido la infraestructura más allá de la calle Murillo y de la carrera 46, Olaya Herrera, sólo 13 kilómetros en total, pues no hay con qué adelantarla, y sigue pendiente edificar algunos terminales. Tampoco se han chatarrizado los buses viejos, por lo que no existe un sistema masivo integrado como tal, y hasta ahora los operadores están recibiendo el 85 % del ingreso, dado que en los primeros años sólo era el 45 %.

Desde 2016 se completa el faltante con un Fondo de Estabilización Tarifaria, también nutrido con excedentes del TPC. Sin embargo, lo más ilustrativo de las dificultades son las deudas bancarias de ambas empresas, que alcanzan casi $290.000 millones, equivalentes al 45 % del valor de toda la flota de Transmetro, como consecuencia de los $110.000 millones que les dejaron de ingresar en siete años. En medio de estas apreturas, se aproxima la renovación de la concesión por vencimiento del período de 15 años. ¿Será factible la operación en el marco de tan limitadas condiciones?

Transcaribe en Cartagena, solo innovaciones de negocio del capital financiero

Transcaribe, proyectado para 54 articulados, 173 padrones y 431 busetones, arrancó hace un año con tres empresas: Sotramac, conformada por empresas locales en alianza con la Organización Suma de Bogotá, del grupo Martínez —con 40 % de participación—, acapara la operación de las troncales. La Organización Suma también conforma con el fondo extranjero para infraestructura Ashmore una alianza para el operador Transambiental, financiada por el Banco Mundial, y para el denominado Transcaribe Operador, que se entregó a 140 propietarios del 70 % de los buses del TPC. El sistema se ha ingeniado “innovaciones”.

La más notoria, además de la presencia de capital foráneo, es la figura de la concesión por 50 años a un consorcio privado del portal-patio-taller de El Gallo, que tendrá un desarrollo comercial. Aquí no sólo se privatizan las vías, sino también la infraestructura, a favor de constructoras cartageneras, socias algunas del cuestionado Carlos Collins, y también a favor de Nexus, fondo de capital especulativo, cuyos inversionistas son grupos financieros nacionales e internacionales.

A pesar de tales novedades, Transcaribe incurre en reiteradas malas prácticas de los demás sistemas: está en mora la promesa de chatarrizar los buses, que va por ahora en 30 %, incumpliendo el cronograma previsto para alcanzar un total de 1.591. En los días de mayor carga, lleva apenas 90.000 pasajeros, cuando la meta es de 500.000 diarios. De 18 estaciones, hay sólo 14. Los usuarios se quejan de hacinamiento. No hay portal para el 33 % de los buses y la infraestructura para pretroncales va en el 20 %.

Las deficiencias son notorias, pese a que el asesor del sistema ha sido al ITPD, el instituto internacional que presidió Enrique Peñalosa. No las han resuelto ni siquiera los $681.000 millones invertidos al amparo de documentos Conpes y del Plan de Desarrollo de Santos 2010-2014.

Las innovaciones apuntan más a abrirle jugosos negocios al capital financiero internacional y asegurarles posición dominante a tradicionales operadores como el grupo Martínez, de Bogotá, que a propiciar más bienestar para los usuarios y optimizar el emprendimiento de los transportistas.

¿Megabús de Pereira, de cuidados intensivos a estado terminal?

En 2002, cuando se discutía implantar transporte masivo en Pereira, surgieron controversias que hoy se corroboran. Una, sobre el impacto en la concentración en el sector, allí tan democrático, que entonces se le calculaba un equitativo coeficiente de GINI de 0,15. Otra, sobre la limitada rentabilidad financiera, de infraestructura y demanda en una ciudad intermedia monocéntrica, para lo cual sería necesario irrumpir en zonas centrales tradicionales. Y la última, el impacto en la contaminación del aire.

En el 2000, había 860 unidades en el TPC, mayormente busetas, y la idea era reemplazar 400 con el Megabús. Hoy aún quedan en servicio 557 TPC. A contramano, los articulados para troncales, pasaron de 51 en 2007 a 35 en 2016 (- 31 %), mientras aumentan los alimentadores, de 83 en 2007 a 115 en 2016, pese a que la infraestructura programada de estaciones, portales y carriles, por 16,5 kilómetros, está casi toda copada. Tan insólito hecho se explica porque hace tres años se quebró el primer concesionario, la empresa Promasivo. Su socio principal (32 % de pequeños transportadores) no tuvo recursos para sobrevivir en un sistema deficitario, que nunca logró la demanda proyectada de 145 mil pasajeros al día, aunque se le concesionó la Cuenca Cuba, con monopolio sobre la populosa zona.

En febrero de 2016 se le declaró la caducidad del contrato, siendo uno de los primeros fracasos en el país. Según recientes avisos, un grupo de transportadores retomará su operación con cerca de siete empresas tradicionales y dos de transporte mixto, pero no son claras las condiciones en las cuales lo harían, ni tampoco sobre la verdadera estructura de propiedad de dicho agrupamiento, máxime cuando el 70 % de Integra, el operador de la otra cuenca –la de Dosquebradas–, ya se encuentra en manos de una única persona natural, que reportó en 2016 una flota valorada en $13.265 millones y pasivos bancarios por $8.400 millones (65 % del patrimonio). 

Con una infraestructura, que le costó $45 mil millones a la ciudad y $88 mil millones a la Nación, pero sin muchos buses en servicio, Megabús es el típico caso de falta de demanda. En 2008 hubo 95.318 pasajeros/día, pero en 2017 apenas supera los 70 mil, al ritmo de 4.500 pasajeros por hora. A contramano, los vehículos particulares se duplicaron, de 80.823 unidades a 160.480, y ni se diga las motocicletas, que pasaron de 32.902 en 2006 a 71.199, más del doble, en enero de 2017.

Si se agrega que el costo de mover un pasajero siempre ha sido superior al valor del pasaje, la primera de $1.972 y la segunda de $1.800, son casi nada los reales beneficios del Megabús, muy altos los costos. Siguen los desafíos para la movilidad de los risaraldenses e incierto el desenlace.

MetroLínea, ni infraestructura ni buses, en Bucaramanga

Si en Barranquilla se carece de infraestructura y en Pereira disminuye el número de buses, en Bucaramanga no hay infraestructura ni flota. Sólo 28 % del sistema tiene carril exclusivo, el de una única troncal en la carrera 15. Otro tramo, el de Floridablanca a Piedecuesta, corre por un carril “preferencial” no exclusivo. Las rutas “alimentadoras” del Metrolínea no están integradas al sistema y son más bien unidades del transporte tradicional. Entre otras graves deficiencias, cabe anotar que la mayoría de estaciones carecen de plataforma de acceso a los buses, un buen número opera sin torniquetes, lo que obliga a un acceso directo al bus, y son escasos los puntos de recarga. No funcionan el conjunto necesario de vehículos ni el recaudo y la infraestructura es precaria.

Perder $168.000 millones en un laudo arbitral fue un duro golpe para Metrolínea. El tribunal le reconoció a la firma de ingeniería Urbanzas perjuicios por no construir el portal PQP (Papi Quiero Piña), que se le había adjudicado. Un hecho rayano en la corrupción al que el alcalde, Rodolfo Hernández, calificó como “una incubación de fechorías desde hace 12 años”. El fallo se sumó a otros $38.000 millones que en seis años ha perdido Metrolínea en cuatro laudos arbitrales más. Los líos no paran ahí. El patio taller funcionó en un lote intermedio a las rutas, no en sus terminales, alquilado a un exalcalde por $120 millones al mes.

Y como está en medio de las rutas circulares, a los operadores Metrocinco Plus y Movilizamos se les retribuye el traslado como kilómetros recorridos. Las empresas operadoras se crearon desde 2010 con empresarios del sector y no con los propietarios de los buses, e ingresaron con un crédito de $117.000 millones para cubrir la inversión inicial de $121.000 millones. Aunque en cuatro de los siete años las dos firmas han gozado de reconocimiento de tarifa técnica superior a la comercial, fijada en forma similar a la de Bogotá, en 2013 llegaron al punto culminante en movilización de pasajeros, con 43,2 millones/año, para descender a 37 millones en 2016. En 2017 pinta peor. En tres años deberá sustituirse la desgastada flota, compuesta por sólo 20 articulados, 91 padrones y 90 alimentadores en operación, pero que se varan casi todos al menos una vez al mes.

En medio de tanto desorden e incertidumbre, las dos firmas operadoras acumulan pasivos por $140.000 millones, casi el doble del valor de la flota, un monto igual al del préstamo inicial y $20.000 millones más, es decir, están técnicamente quebradas. A la catástrofe se añade el creciente auge del transporte informal, a tal punto que el mototaxismo mueve a diario el 20 % de los pasajeros y otro tanto se moviliza en taxis, en 240.000 vehículos particulares y en 360.000 motos. El TPC cubre 140.000 con los 1.086 buses colectivos aún no chatarrizados, de modo que sólo 90.000 pasajeros usan hoy al día a Metrolínea.

Fuera de tanto descalabro y tanta corrupción, el costo fiscal para el municipio es enorme: ha debido transferir $120.000 millones a Metrolínea, manejada en estos años por personal inexperto, fruto de lo cual debe destinarse 1,87 % de cada pasaje al pago de los laudos arbitrales. Metrolínea reafirma lo complejo de aplicar a toda costa el modelo bogotano a una ciudad intermedia. Lo particular de Bucaramanga, además de lo visto en otras ciudades, es que se da toda suerte de errores, chambonadas y corruptelas. ¡Peor imposible!

El MIO de Cali, otro malogrado montaje del modelo

Los inicios del MIO datan de 2009. Un año antes, según la Encuesta de Transporte Urbano, ETUP-DANE, la movilidad en Cali para cerca de 85 millones de pasajeros al año estaba surtida por un TPC con casi 4.000 buses, busetas, microbuses y colectivos, de los que solo quedaba el año pasado un remanente de 600 –334 pendientes de chatarrización–, que movilizan a 140 mil pasajeros/día. A diferencia de los casos anteriores, el TPC se encamina a su plena desaparición, por cuenta de las cuatro empresas operadoras del Sistema.

¿Reemplazó bien el MIO al TPC? En 2016, según la ETUB, había 681 unidades en servicio en todo el Sistema Integrado, entre 138 alimentadores, 393 padrones y 150 articulados de troncales, para movilizar a 141 millones de pasajeros al año, es decir, casi 500.000 al día, menos de la mitad de los 960.000 proyectados.
Un informe de la Contraloría de Cali para el bienio (2015-2016) calificó la calidad del MIO bajo distintos Índices: de Cumplimiento, por kilómetros recorridos de los programados para cada ruta; de Regularidad, sobre las frecuencias por ruta; de Estado de la Flota y el de Operación, por fallas operativas presentadas.

Del ponderado de estos cuatro indicadores sale el Índice de Calidad de Desempeño para cada uno, que el año pasado fue para Blanco y Negro Masivo y ETM del 92 %, para GIT del 87 % y para Unimetro apenas del 70 %. Dado que el mínimo permitido es 80 %, puede verse que están muy lejos de satisfacer a los usuarios, que en un 75 % calificaron al MIO menos que regular. El BID (2016) ratificó que, en especial en sectores de menores ingresos, la frecuencia es muy baja. La duración de los desplazamientos es en promedio 65 de minutos, el doble del taxi, del automóvil y de la moto y 15 minutos más que los pocos buses tradicionales. En varias zonas y también para ir a municipios vecinos, se ha reforzado el “transporte pirata”, que funciona en una decena de terminales ídem. No ha servido la represión y los cálculos revelan que crece exponencialmente.

Voceros de Asotranscali han dicho que, sobre todo en el oriente, “donde salen 600 mil personas a coger el bus (…) la gente está encontrando nuevas formas de transportarse”, refiriéndose a “800 ‘gualas’ (camperos), más de 800 ‘motorratones’ y al menos 2.500 carros particulares”. El informe del BID también acotó que “entre usuarios pobres en Cali una mayor proporción (58 %) de los viajes se hace usando transporte público alternativo”. Otro estudio (Jaramillo, 2017) agrega que “las comunas con más necesidad, más analfabetismo y peores condiciones socioeconómicas tienen más disparidad con la provisión del MIO”.

Se han construido 36 km de troncales y habilitado 394 de pretroncales. Solo hay dos estaciones terminales de cinco propuestas, una estación intermedia de tres previstas, dos patio-talleres de cinco planeados y 55 paradas de 77 originales. La satisfacción de los usuarios apenas llega al 64 %.
El estado crítico del MIO se manifiesta también en las condiciones financieras de los cuatro operadores, unos de propiedad de transportadores locales y otros en asocio con firmas con experiencia en Bogotá y varias ciudades, como Fanalca y el grupo Martínez.

A los trances descritos se suma que los costos por pasajero superan en $350 el del pasaje, que desde 2009 hasta 2015 los importes subieron 22% y la tarifa sólo 5% y que el Índice de Pasajeros por Kilómetro (IPK) es de 3,3, muy bajo para economías de escala, cuyo promedio debe oscilar entre 4 y 5. Las deudas son exorbitantes. A septiembre de 2016, Unimetro tenía créditos por $120 mil millones; ETM por $92 mil millones; Blanco y Negro Masivo por $200 mil millones y GIT afirmó que perdía $45 mil millones al año y que entre 2009 y 2015 acumuló pérdidas por $250 mil millones.

Las obligaciones consolidadas pueden superar los $600 mil millones, con alta probabilidad de impago, así el municipio ya les esté trasladando recursos a través de MetroCali. Comparadas con el valor actual de la flota, las alcanzan a adeudar casi el 150 % de todos los buses. Las empresas están técnicamente en bancarrota. 

En resumen, se aprecia aquí otro montaje malogrado del modelo Transmilenio, con mala cobertura de la demanda, baja calidad y lentitud, operadores entrampados en deudas, pasajeros insatisfechos, auge de transporte “pirata” y pequeños transportadores que todo lo entregaron y casi todo lo tienen embolatado.