“Cuando pa Chile me voy…”

En lo que sí se parecen Chile y Colombia es en estar aherrojados por los TLC. La nación austral tiene 26 firmados y nosotros 16, y ella fue la primera en Suramérica en suscribir uno con Estados Unidos, en 2004.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

Es “chibchombiano”, para acudir a una voz genuina, equiparar a Colombia con Chile. Que Boric se parece a Petro o “más a Robledo” (H. Riveros, Blu Radio) o que Kast es Óscar Iván Zuluaga. No es nuevo. Durante tres décadas, los neoliberales pusieron como ejemplo el modelo chileno, omitiendo los procesos sociales y políticos –en particular los más recientes estallidos signados por la desigualdad, mayor la colombiana que la chilena–, que tienen raíces y desarrollos propios, incluidas las violencias padecidas. Y aunque la aplicación del neoliberalismo en Chile se hizo al tenor de la dictadura genocida de Pinochet, en ciertos aspectos ha sido aún más profunda en Colombia.

Allá, por ejemplo, no privatizaron la empresa minera ciento por ciento estatal Codelco, “el sueldo de Chile”, como la llaman, que representa el 20 por ciento o más de toda su economía y posee el mayor nivel de reservas y recursos de cobre conocidos en el planeta. Entre tanto, aquí se privatizaron las de carbón y níquel, incluido el ferroníquel, su derivación industrial, reducidas a un simple recurso fiscal vía regalías. Los fondos de pensiones chilenos, entre los que está el grupo Sura, están desligados de los bancos que operan en su territorio, mientras que en Colombia son una de sus ramificaciones financieras, algo que hasta la Ocde objetó. El salario mínimo en Chile alcanza para 6,7 canastas básicas alimentarias y en Colombia solo para dos, sin vivienda ni servicios (Bloomberg, 2022). El índice de desarrollo humano ubica a ese país en el puesto 43 y a nosotros en el 83 (PNUD, 2020) con un desempleo siempre superior. El neoliberalismo colombiano ha hecho más daño que el chileno y tiene que ver con que entre 1990 y 2019 hayan emigrado hacia allá 150.000 nacionales (Depto. de Extranjería de Chile, 2019) y no al revés.

Colombia es país tropical con ilimitadas posibilidades para la producción agropecuaria, mientras que Chile como austral está restringido a cultivos temporales. Además de la zona Antártica de 1.250.000 kilómetros, posee una franja costera continental sobre el Pacífico de 756.000 kilómetros de superficie, casi 105.000 desérticos, que implica actividades divergentes posibles. De un total de 20 millones de habitantes, apenas el 40 por ciento de la población colombiana, la mayoría vive en la planicie de la zona central.

Estas características y las restricciones de su mercado interno, lo que no es el caso de Colombia, proyectan a Chile como economía exportadora, con ventas externas, fuera de cobre y molibdeno, de uvas, arándanos, ciruelas, manzanas, cerezas, nueces, vino y frambuesas, salmón y celulosa, a cambio de importar casi todos los bienes industriales y otros agrícolas. No obstante, mantiene un recurrente superávit comercial apuntalado en el impulso minero, aunque sus cuentas externas sean negativas por las excesivas rentas devengadas por el alud de inversión extranjera en el sector bancario y otras ramas con 446.000 millones de dólares, un exorbitante 160 por ciento del PIB, además de la deuda externa del sector privado, por 138.000 millones de dólares (Banco Central, 2019) superior a la del sector público, y una burguesía intermediaria vinculada a esos circuitos globales, como el Grupo Luksic, Piñera, Ponce, Salata, Angelini, Matte, Paulmann, Yarur, Saleh (Forbes) y firmas como Banchile, Banco Ripley, Falabella o Cencosud, varias en calidad de traslatinas.

En lo que sí se parecen Chile y Colombia es en estar aherrojados por los TLC. La nación austral tiene 26 firmados y nosotros 16, y ella fue la primera en Suramérica en suscribir uno con Estados Unidos, en 2004, durante el gobierno socialista de Ricardo Lagos, y luego con la Unión Europea, China, Japón, Malasia, Vietnam, India, Tailandia, Indonesia, y la Alianza del Pacífico con Perú y Colombia, entre otros. “Le pusimos reglas al ogro”, dijeron entonces en un foro realizado en Santiago al cual fui invitado. Décadas después se ve que el capital internacional, con sus aliados locales, fue quien las puso, tal como se les advirtió.

En la carta en que Piketty, Stiglitz, Ocampo, Ha-Joon Chang y Mariana Mazzucato brindan apoyo a Boric, se habla de “una agenda productiva dinámica y sostenible, capaz de lograr el crecimiento, la equidad y el desarrollo” que “el mercado, por sí solo, no puede resolver”, pero extrañamente omiten que para cumplirla así deban revisarse los TLC. El nuevo presidente anunció que en conversación con Biden hablaron de comercio justo, crisis climática y democracia, remitida a la Constituyente en marcha, pero por lo visto sería solo aproximación a un cambio cierto de rumbo.

Como en la canción Cuando pa Chile me voy, a Boric “en las dos puntas alguien me aguarda”. En una, el capital financiero y, en la otra, los 5 millones de votos que obtuvo. Veremos.

COCA NO ES COCAINA

Perú y Bolivia crearon empresas estatales comercializadoras y exportadoras de hoja. Mientras en Colombia las mafias en febrero de 2017 compraron a los cocaleros 25 libras a 18 dólares cada una, en el comercio legal en Lima se transaron a 50 dólares.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

A instancias de Perú, que definió la hoja de coca como nociva para los indios andinos y desechó su valor cultural, la ONU produjo en 1950 un informe que la proscribió y en 1961 la incluyó en la Convención sobre Drogas Narcóticas.

Los Gobiernos norteamericanos, demócratas y republicanos, incitados además por la acción criminal de los carteles, que en Latinoamérica desviaron la producción hacia la cocaína para proveer a millones de adictos en el Norte, desplegaron la Guerra contra las Drogas, cuya meta primera es destruir los cultivos. Montaron cuerpos antinarcóticos y la violencia escaló a niveles descomunales, más cuando las Farc, tras la caída del bloque soviético, se valieron del narcotráfico para financiarse, e igual todos los grupos armados, incluido el paramilitarismo. “Una Guerra sin Fin”, dice Rafael Pardo.

La aspersión aérea con glifosato y surfactantes fue arma predilecta. Desde 1994 hasta 2014 cubrió 2.086.750 hectáreas, ocho veces la superficie construida de Bogotá; 830.162 más entre 1994 y 2020 por erradicación manual, forzosa o voluntaria, y se destruyeron 50.000 laboratorios de pasta básica (Daniel Mejía, Observatorio de Drogas). Entrado el Plan Colombia con considerables contratos a firmas estadounidenses, el senador Joe Biden presentó un balance: “Los objetivos en la reducción de drogas no se cumplieron; pero la seguridad ha sido mejorada” (GAO, 2008).

Estudios de Daniel Mejía brindan más evidencia: 1) La aspersión aérea es la estrategia menos efectiva y más costosa, al gastar entre 72.000 y 110.000 dólares para eliminar una hectárea; 2) Con Adriana Camacho, luego de más de 5 millones de observaciones de consultas, hospitalizaciones y procedimientos, entre 2003 y 2007, encuentran efectos estadísticamente significativos sobre enfermedades dermatológicas, respiratorias y abortos espontáneos; 3) Entre 1994 y 2008, el aumento del mercado de cocaína y la estrategia contra las drogas explican 3.800 homicidios anuales, y 4) La participación del cultivo en los ingresos de la cadena total es 9 por ciento, en tanto la del tráfico es de 70.

La desconfianza hacia las instituciones crece donde se libra la guerra (García, 2015) y se prueba la contaminación de ecosistemas y fuentes de agua, como en un trabajo de campo de trazabilidad del glifosato de la organización Terrae que Dejusticia expuso ante la Corte Constitucional. De 160.000 familias cocaleras, 57 por ciento vive en pobreza (FIP), y la tercera parte es microfundista, también con cultivos de pancoger y ganado, afectados por la fumigación indiscriminada.

Las políticas antidrogas buscaban, al atacar la oferta, subir el precio del gramo de cocaína en las calles y tumbar la demanda. Entre 1990 y 2017, filtrado por pureza, fue en promedio de 144 dólares, al inicio de 167 y en 2018 de 160, porque los consumidores norteamericanos entre 17 y 25 años solo caen del 6,7 por ciento en 2002 a 5,8 en 2018 (UNODC). Fracaso.

En contravía, Perú y Bolivia crearon empresas estatales comercializadoras de hoja, que la venden a industrias de 30 subproductos y exportan. Mientras en Colombia las mafias en febrero de 2017 compraron a los cocaleros 25 libras a 18 dólares cada una, en el comercio legal en Lima se transaron a 50, y en La Paz, a 85 (Troyano y Restrepo, 2018).

Esa dinámica se cimienta en estudios como el primer bromatológico en hoja de coca (Duke-Plowman, Harvard, 1975), que la halló superior al promedio en calorías, proteínas, carbohidratos y fibra. Tenía más calcio, fósforo, hierro, vitamina A y riboflavina, y “satisfacía el complemento dietético diario de esos nutrientes, así como de vitamina E” (Davis). Se corrobora al compararse 250 gramos de base seca con una cantidad igual de lentejas, fríjol, maíz y plátano, excepto el fósforo con las leguminosas (Troyano y Restrepo, 2018).

No es nuevo. El químico corso Mariani en 1863 patentó un tónico con licencia de la Academia Francesa de Medicina; Carl Koller “descubrió propiedades anestésicas”; y la boticaria Parke-Davis surtía en 1880 ungüentos, galletas y el coctel Coca Cordial. En 1885, Pemberton, farmacéutico de Atlanta, registró French Wine of Coca: Ideal Nerve and Tonic Stimulant. Luego eliminó la cocaína, añadió nuez de coca, aceites cítricos, reemplazó el agua con soda y “en 1891 vendió la patente a Asa Griggs Candler, que fundó la Coca-Cola Company” (Davis). Con este y varios fines, Stepan Company de New Jersey importa hoy 120 toneladas anuales de hoja.

Cuando Duque decidió reiniciar las fumigaciones con glifosato, no contempló nada de lo anterior, ni menos las prioridades prescritas en el acuerdo de paz, solo colaborar al Tío Sam en el interés geoestratégico, cualquiera sea el inquilino en la Casa Blanca, alentado por el amañado cambio de la “chispa de la vida” a “la mata que mata”: perseguir a la coca más que a la cocaína.

Relaciones USA-Colombia: de república bananera

El cambio del halcón Trump por la paloma Biden traerá para sus neocolonias —fuera de alguna agenda nueva en medioambiente, tecnología y otras— el canje tradicional de big stick a carrot (garrote a zanahoria) como con Reagan a Clinton o con Bush a Obama.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

Se discute sobre la relación del gobierno de Biden con el de Duque, y en la Cancillería repiten la frase de cajón: “Tenemos una alianza histórica entre los dos países”. Sí, historia en la que la superpotencia ordena y Colombia obedece, de república bananera, precisamente la categoría mencionada por George W. Bush a propósito de la turba trumpista y la toma del Capitolio en rechazo al resultado electoral. Desde 1900 Estados Unidos “convirtió la acción militar en el principal mecanismo de dominación en el Caribe y Centroamérica”, cuya máxima expresión de intervencionismo fue la separación de Panamá de Colombia en 1904, y volvió normal –diez veces hasta 1932– el uso del gran garrote de Theodore Roosevelt (García-Peña, 1994).

Estados Unidos buscó, además, la expansión económica con compañías petroleras y empresas bananeras de la mano del Departamento de Estado y con el crédito público que en 1928 ya sumaba en Colombia 217 millones de dólares en tiempos de la “prosperidad al debe” (Avella, 2007). Las concesiones Barco y De Mares se entregaron a Rockefeller e inversionistas gringos (Villegas, 1994), y la United Fruit creó un enclave en el Magdalena donde recurrió a la masacre con complicidad gubernamental.

La avanzada contó con el colaboracionismo de los gobiernos conservadores de los primeros 30 años del siglo XX, guiados por la máxima de Marco Fidel Suárez: “Mirad a la estrella del Norte” (respice polum) vuelta regla para gobernar a Colombia y retomada por los liberales con Olaya Herrera, que prometieron “desarrollar una política financiera de orden y economía” para atraer los mercados, en particular los de Estados Unidos (J. F. Ocampo, 1980). La Banana Republic fue forjándose a la medida de Washington en conchabanza con dirigentes de los dos partidos, tanto que López Michelsen dijo: “La corrupción empezó en Colombia con la United Fruit Company” (E. Santos Calderón, 2001).

El país ha visto pasar sinnúmero de misiones made in USA desde la Kemmerer en 1923, políticas agrícolas y educativas elaboradas en universidades norteamericanas, desiguales tratados de comercio e inversión, endeudamiento sin tasa ni medida, devaluaciones y revaluaciones según dicta la FED, alineación en la Segunda Guerra Mundial y en la Guerra Fría, Alianza para el Progreso y Tiar, neoliberalismo y el Consenso de Washington; hasta el Plan Colombia, violencias políticas y paramilitarismo con armas en buques bananeros porque “Washington quería reducir la violencia en Colombia” (Frechette, 2017), dictadura, Frente Nacional y revolcón, acuerdos con el FMI y dictados del Banco Mundial, “buenas prácticas” de la Ocde, concesiones mineras y petroleras, privatizaciones a la barata, desnacionalización del aparato productivo, inútil guerra contra las drogas y glifosato, injerencia en la justicia, la fuerza pública y la política social, y zonas de despeje y acuerdos de paz supervisados.

Colombia se moldeó al antojo del Tío Sam –que absorbe el néctar con pitillos o a porrones según le convenga– como inicua criatura: uno de cada tres pobladores se considera pobre, tiene el mayor desempleo de Suramérica (Cepal-2020-3T), el agro arruinado, la economía desindustrializada, estancada y proveedora de bienes primos, una posición internacional vulnerable y un ‘dolarducto’ instalado por donde sale más dinero del que entra.

El cambio del halcón Trump por la paloma Biden traerá para sus neocolonias –fuera de alguna agenda nueva en medioambiente, tecnología y otras– el canje tradicional de big stick a carrot (garrote a zanahoria) como con Reagan a Clinton o con Bush a Obama. En realidad lo novedoso ha sido la alineación de bandos nacionales con las facciones políticas en el Norte en tan deslucido espectáculo que el embajador Goldberg pidió “no involucrarse en las elecciones de Estados Unidos” (SEMANA) y donde no importa lo que “los gringos digan o quieran sino de cuán capaces seamos de sacarle provecho a las condiciones creadas a partir de sus lineamientos” (García-Peña, 1994) en un traslado al plano bilateral del nefasto tipo ¿cómo voy yo?

Además del cuadro de despecho de Iván Duque con llamada en espera desde la Oficina Oval, el mosaico de deshonrosas lagarterías contiene el ¡Hola! de Uribe y Pastrana a Trump en Mar-a-Lago recién posesionado; al embajador Pacho Santos engrudando afiches trumpistas o al Centro Democrático desplegado con la colonia paisa en Florida. Pero también los gritos criollos ¡Ganamos! con el triunfo demócrata y a Gustavo Petro en el clímax: “El programa de Biden es de la misma estirpe del de Colombia Humana en 2018”. Thanks, Mr. Petro!

A contramano, muchos pensamos como un conocido empresario: “Tenemos que dejar de ser los idiotas útiles de los países más desarrollados” (Mayer, SEMANA). ¿Quién, sin cálculo politiquero, nos representaría? ¿Quién que piense en futuras generaciones más que en próximas elecciones?

‘It’s politics, stupid’ (es política, estúpido)

Según Ha Joon Chang, sin el Estado es ‘muy difícil alcanzar grandes cambios económicos o sociales’.

Asistí a la conferencia del profesor de economía de Cambridge Ha Joon Chang, en la Universidad de los Andes. Versó primeramente sobre su obra, ‘Economía para el 99 % de la población’. Es importante extraer las lecciones a mi juicio más relevantes, entendiendo que para otros pueden no ser las mismas.

En cuanto a las teorías económicas, y en una posición crítica a la escuela neoclásica, predominante hoy, destacó los “supuestos”, los “valores morales y políticos” y el contexto en el cual están enmarcadas todas las que enuncia. A partir de Smith, pasando por Marx, los desarrollistas, la escuela austríaca (Hayek), Schumpeter y Keynes, hasta los neoclásicos, institucionalistas y conductistas, Ha Joon Chang invoca, parodiando a Mao, que “florezcan cien flores” y remarca que es “necesario preservar esa diversidad” e incluso hacer “fertilización cruzada”.

En ingenioso juego, sugiere beber cocteles de varias teorías para abordar distintos asuntos. Por ejemplo, para “la viabilidad del capitalismo” sugiere hacerlo a partir de mezclar la teoría clásica con la de Marx, el institucionalismo y Schumpeter. Y para la “necesaria intervención estatal” recomienda combinar neoclásicos con desarrollistas y Keynes.

Al hablar sobre las cifras conocidas de la economía, va desmembrando el cuerpo de indicadores más utilizados para mostrar sus limitaciones. Coincide con Piketty al afirmar que el PIB denota crecimiento y actividad a corto plazo, pero no desarrollo. Valida el PNB, el producto nacional bruto, para mostrar la fortaleza de una economía a largo plazo, notando que actividades no remuneradas, como las domésticas, no están incorporadas.

En cuanto a la renta por habitante, o renta media, para calcular el nivel de vida de un país, cuestiona su imprecisión, en especial allí donde la distribución es más disímil. Esto, argumenta, no se corrige ni siquiera con el conocido PPA (paridad del poder adquisitivo), ajustando el ingreso medio con la tasa de cambio, como parámetro internacional. Sin desconocer que el análisis económico fundamentado no puede prescindir de cifras, recomienda, al utilizarlas, saber “qué dicen y qué ocultan”.

En una mirada sectorial destaca la jerarquía en el empleo de la agricultura en los países más pobres y, en cuanto a la industria, que llama “centro de aprendizaje de la economía”, ratifica que fabricar cosas sigue siendo trascendental y que por eso se destacan países como Japón, Suiza y Singapur. Respecto al sector financiero, exhorta a una verdadera regulación, pues se salió de órbita por el universo de “derivados” que ha conformado.

Enfocado en que la desigualdad no es inevitable, acusa de ella a las políticas económicas, afirmando que hace 200 años el mundo era como Ruanda y ahora es como Sudáfrica, y ubica a Colombia entre los más desiguales. Denota que la inequidad crece más cuando se comparan las riquezas –que cada quien atesora– que cuando se evalúan los ingresos devengados. Y añade que la pobreza crea un círculo de donde es casi imposible escapar, por obstáculos estructurales o por “la manipulación de los mercados”.

Frente a la economía internacional, la “cifra real” es la balanza de pagos, que contabiliza las operaciones externas de los países. Incide el comercio, la cuenta de capital, con las remesas de los emigrantes a otras tierras y con la inversión extranjera y las correspondientes contrapartidas de exportación de utilidades y ganancias a las casas matrices, obtenidas en los países receptores. Respecto al capital foráneo, asevera que “las evidencias de los efectos positivos son bastante escasas” y que además tiene otros “potencialmente negativos”. Sentencia, al respecto, que no “todas las formas de integración económica internacional son deseables”, de suerte que el grado dependerá de cada caso, de “los objetivos y capacidades a largo plazo”.

En la esencia de sus tesis está que “la economía es demasiado importante para dejarla exclusivamente en manos de los economistas” y que la democracia pierde sentido si no se pone “en tela de juicio a los expertos”, con sus “deformaciones profesionales”. Como lo expone en el capítulo once del libro mencionado, define la economía como “un argumento político”. Resulta indiscutible, afirma, que sin el Estado es “muy difícil alcanzar grandes cambios económicos (o sociales)”. En otras palabras: que los problemas económicos se resuelven políticamente. “It´s politics”, dicen, y nos debe interesar a todos.