La dignidad de las víctimas

La Comisión de la Verdad es un “modo de sanación”, del “derecho de las víctimas a conocer”, y tiene antecedentes en países como Guatemala, Sudáfrica, Argentina, El Salvador y otros.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

El punto V del Acuerdo de Paz, sobre víctimas del conflicto, las reconoce, asume responsabilidad frente a ellas, persigue plena satisfacción de sus derechos, las invita a participar para lograrlo, propone esclarecimiento de la verdad, la reparación, la no repetición, protección y seguridad, dentro del espíritu de reconciliación. Para concretar esos propósitos se diseñó un sistema integral de tres entidades: la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas.

La JEP presenta cifras que ponen en letra gruesa las realidades más relevantes del conflicto, con 44.374 víctimas acreditadas; 21.396 hechos de secuestros con 59 comparecientes como responsables; 17.024 reclutamientos de menores con 37 determinadores de tales delitos, además de 6.402 muertos ilegítimamente y presentados como bajas en combate por agentes del Estado, mal llamados “falsos positivos” o “ejecuciones extrajudiciales”, con 394 implicados, todos dentro de las 12.946 personas sometidas a su jurisdicción. Como órgano de justicia, la JEP se propone confirmar lo acaecido y precisarlo en busca de la verdad jurídica plena, a fin de aplicar la pena correspondiente a los culpables en tanto la reconozcan.

Por su parte, la Comisión construye la verdad histórica fundada en evidencia verificable sujeta al marco de interpretación más objetiva posible, el que, dice el historiador Edward H. Carr, interviene en todos los hechos considerados históricos elaborados por el juicio del historiador, que vive en el presente y reflexiona sobre el pasado. La Comisión de la Verdad es un “modo de sanación”, del “derecho de las víctimas a conocer”, y tiene antecedentes en países como Guatemala, Sudáfrica, Argentina, El Salvador y otros. Un comisionado, el mayor (r) Carlos Ospina Ovalle, postulado por las víctimas pertenecientes a las Fuerzas Militares, definió el punto de partida: “Fue una barbarie”.

Ambas quedaron incluidas en el ordenamiento constitucional y con tareas prescritas. En la JEP recaen las decisiones en el campo judicial, quedando exentos quienes han ocupado la Presidencia de la República. A la Comisión acuden quienes de manera voluntaria contribuyen, con vivencias e ideas, a comprender lo sucedido para generaciones presentes y futuras.

La conducta frente a las dos instituciones revela la condición humana de los distintos actores. La de las víctimas, que reclaman todo lo que el acuerdo les otorga, y la de los victimarios, a quienes se pide confesar la verdad –lo que no excluye el llanto–, pues los crímenes cometidos son de tal dimensión y crudeza que no basta la explicación política, sino la atrición del corazón por las atrocidades cometidas.

El país además reclama sincera actitud de sus expresidentes. Unos han ido más a exculparse, con peticiones formales de perdón, como Juan Manuel Santos, quien adecuó su presentación a lo escrito sobre los “falsos positivos” en el libro La batalla por la paz (páginas 135-145). Ventila un relato con buenas dosis de mezquindad, con la que se tiende a dividir a los colombianos en ismos contemporáneos, como los rojos y azules de otrora, que algunos buscan perpetuar.

Ni hablar de Álvaro Uribe. Niega de manera olímpica el conflicto, desconoce las instituciones del acuerdo y crea las propias en los medios de comunicación, a su arbitrio. Así convirtió una pesebrera de Rionegro en sala alterna de la Corte Suprema de Justicia, con abogados en el sainete, una vez imputado por manipulación de testigos. Es el autoritarismo que moldea instituciones a su amaño, ejemplo negativo para la ciudadanía a la que, antes bien, debería inculcarle respeto por estas. Vergonzoso.

El tercer derecho, la reparación, según la Unidad para la Atención y Reparación, de 7.368.335 víctimas admitidas se han hecho giros a 1.163.650, luego de diez años (mayo 2021). Además de la irresolución del efectivo aporte de las ex-Farc, interfiere la concepción fiscal, común a los Gobiernos, de Santos, Uribe y Duque, que la supedita a la sostenibilidad de las finanzas públicas, pese a estudios que concluyen: “Usan los recursos de la indemnización para reconstruir sus proyectos de vida… impactando positivamente sus condiciones de vida… estimulando mayor acumulación de capital humano, como menor embarazo adolescente y mayor emprendimiento productivo”. (Londoño, Guarín-2019).

Se libra un pulso entre la JEP, la Comisión de la Verdad y las víctimas, del lado de la dignidad, con aquellos que se resisten a otorgarla, como el general Montoya, quien atribuyó “los falsos positivos” a “soldados de estrato uno que no saben ni manejar los cubiertos”. Colombia no puede vacilar a la hora de escoger: han de primar justicia, verdad y reparación, pilares de la dignidad, detrás de estandartes portados por el padre Francisco de Roux o por Patricia Linares. Esa sí es “la paz con legitimidad”. No hay otra.

Cauca: café y conflictos en el posconflicto

En el departamento existen 15.000 hectáreas de coca en municipios como El Tambo –entre los 5 primeros de Colombia–, Balboa, Miranda y Corinto.

Casi uno de cada cinco caficultores de Colombia está en el Cauca. Cuenta el exdirector del periódico El Nuevo Liberal, Manuel Saa, que en la época de la bonanza, por los años setentas del siglo pasado, su padre llevó las primeras semillas, vistas entonces por allá como exóticas. Hoy noventa mil minifundistas producen ocho millones de arrobas, cien millones de kilos, un millón seiscientos mil sacos, cerca del doce por ciento de la cosecha nacional.

De dichas proporciones se deduce que la producción individual es de muy poco volumen, de 17 sacos, 8 y media cargas, lo cual arroja a cada productor un ingreso bruto de solo $600.000 mensuales y cuyo saldo neto resulta muy precario.

Estando así el café en dichos niveles, que en algunas zonas caucanas recibe precios superiores por ser de categoría especial, los demás renglones agrícolas tienen aún rentabilidades inferiores. Entre todos los departamentos, la región cuenta con el mayor número de cultivadores minifundistas de plátano, yuca y otros tubérculos. Así mismo, la siembra de caña de azúcar se ha extendido hasta las estribaciones de la cordillera, donde los ingenios con sus plantaciones hacen del Cauca el segundo del país en este género, con el 18% de la superficie sembrada y con solo 7.700 unidades productivas.

A contramano, en el Cauca existen 15.000 hectáreas de coca en municipios como El Tambo –entre los 5 primeros de Colombia–, Balboa, Miranda y Corinto. Según ciertos relatos, el tamaño promedio de este cultivo genera cien arrobas de coca trimestrales, que les significa a los cultivadores cerca de $4 millones de ingreso en ese lapso. Al final, acorde con las cuentas de los propios campesinos luego de descontar costos, se causa un ingreso neto de $700.000 al mes, superior al de muchos cultivos. Y aquí surge un primer gran conflicto: ¿cómo y cuándo y a cambio de qué se sustituirán las casi 200 millones de matas existentes?

El 20% de los caucanos son indígenas que reclaman los territorios que consideran propios según cédulas coloniales expedidas cuatro siglos antes. Así mismo, el 21% que son afrodescendientes en pueblos como Guachené, surgidos de los descendientes de los cimarrones rebelados contra la esclavitud, corren el riesgo de quedar ahogados ante el avance de la agroindustria en áreas colindantes. El gran ausente para dirimir estas disputas y concertar su solución es el Gobierno de Santos, que no actúa como árbitro sino como observador pasivo, aunque en no pocas ocasiones recurre al ESMAD.

Hoy están movilizados campesinos e indígenas en las principales vías reclamando que al menos se cumplan las propuestas reformistas consagradas en los acuerdos de terminación del conflicto. El gobierno debe atenderlos, tanto por el bien de los sectores reclamantes como para aclimatar la convivencia y el bienestar general.