La pandemia social

El balance es el de un cataclismo social con pobreza y enfermedad, desigualdades crecientes y una población carente de ingreso suficiente para reactivar el país.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

La revisión integral de documentos del Dane, producidos en su mayoría durante este periodo de la pandemia, brinda una mirada bastante completa sobre las secuelas sociales que ha causado, agregadas a las preexistentes, que siguen agravándose con incidencia en las protestas detonadas desde el 28 de abril.

El primero es el Pulso Social (abril 2021). Según él, 30 por ciento de los hogares consume solo dos comidas al día, apenas una decada 20 personas puede ahorrar y 92 por ciento ni siquiera alcanza a pensar en adquirir vivienda. Además, que se multiplicó por cinco quienes manifiestan tener un estado de salud malo y muy malo, el 15 por ciento de la población. Añade que las principales ayudas oficiales recibidas por los pobres han sido en especie, alimentos y mercados.

Otro documento, el relativo a la pobreza monetaria en 2020, revela el hecho lamentable de que dos de cada cinco personas están en esa condición, y si se agregan los clasificados como vulnerables, ascienden a siete de cada diez. Dicha tragedia va acompañada de otra: la pobreza monetaria extrema, que atribula al 15 por ciento de los habitantes, acarrea como corolario un alza en la desigualdad al nivel de las peores del planeta.

La reclasificación de las clases sociales que hiciera el Dane para el cierre de 2020 refuerza lo dicho. Todas las divisiones, media, vulnerables y alta, vieron descender sendos porcentajes al escalón inferior y, al final, aumentar la gente en el pozo de la clase más precaria. El asunto es tan dramático que apenas 860.000 personas, entre 50 millones, están en la clase alta y eso que este 1,7 por ciento de la élite abarca a quienes tienen un ingreso mensual individual no muy elevado, de 3,5 millones de pesos, 900 dólares.

En la base está el deterioro del empleo. No solo la mitad de la población ocupada está en la informalidad, sino que los desempleados casi suman 4 millones, de los cuales 3 ya lo estaban cuando sobrevino la pandemia, en el trimestre enero-marzo de 2020. En la contabilidad de los desocupados deben sumarse los “inactivos” que decidieron no ofrecer más su mano de obra. Es el desempleo voluntario.

Con los jóvenes, entre 14 y 28 años, se manifiestan con más crudeza los quebrantos del mercado laboral. En tanto la tasa de desempleo general es del 14,2 por ciento, para ellos es del 23,5, y en las mujeres en esta edad se trepa al 31,5, con más de 900.000 de ellas desocupadas, sin contar otras cientos de miles también calificadas como “inactivas”, forzadas a labores del hogar.

El grupo de desempleados jóvenes, en el documento ‘Panorama sociodemográfico de la juventud en Colombia’, robustece al conjunto llamado nini, que ni estudia ni trabaja, que es la tercera parte del total de 10.990.268 de esa cohorte juvenil. Cerca de seis de cada diez ninis son mujeres.

El balance es el de un cataclismo social con pobreza y enfermedad, desigualdades crecientes, y una población carente de ingreso suficiente para reactivar el país vía demanda y millones sin futuro viable. Si la inflación empieza a incrementarse y se suma al cuadro descrito y a un ingreso por habitante, que decreció a valores iguales a los de 2013 y parqueado alrededor de 6.400 dólares entre 2016 y 2019, subirán también los índices de miseria, en los cuales Colombia ronda los 15 primeros lugares.

Contribuyó a la postración la inoportuna e insuficiente asistencia del Gobierno en la pandemia. Los recursos del Fondo para la Mitigación de Emergencias (Fome), en todos los programas sociales para siete millones de beneficiarios, en cabeza de hogares o personas, no alcanzan a 1,5 dólares al día; y los apoyos a la nómina, el programa Paef, para sostener el 40 por ciento de la nómina mensual del salario mínimo cubrió, en cuentas largas, máximo 1,4 millones de puestos de trabajo al mes, frente a una planta laboral de 11 millones de empleos formales, 7 de los cuales trabajan en pymes.

Según el Ministerio de Hacienda, la ejecución del Fome en 12 meses fue del 67,4 por ciento, 27,3 billones de pesos, menos del 3 por ciento del PIB, que no sobresale entre los países emergentes, y en Suramérica figura debajo de Chile, Perú, Bolivia y Brasil (FMI-abril 2021).

En el colmo de la indolencia, Duque y Carrasquilla echaron a este polvorín el fósforo encendido de la reforma tributaria y ¡fue Troya! Lo peor es que, a contramano, Congreso y Gobierno legislan y ejecutan en dirección inversa a la que las calles reclaman. A quienes piden soluciones les adelanto: la vacuna a la ruinosa pandemia social que nos agobia no es la de Duque, en el puesto 51 entre 53 países estudiados en el manejo del coronavirus (Bloomberg), ni mucho menos la del maloliente establo parlamentario que preside Char.

¿Para quién es la “bonanza”, doctor Vélez?

La estructura de la industria cafetera cambió en el último lustro en sentido contrario al interés del minifundista, que predomina en ella con parcelas menores de una hectárea.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

Aunque por equivocadas resoluciones, la mitad o más del café consumido en Colombia, como 1,3 millones de sacos en 2018-2019, venga de Perú, Ecuador u otros orígenes o que unos intermediarios mezclen ese mismo grano foráneo para exportarlo como Colombian Coffee, el tema cafetero ya no despierta mayor interés ni menos los dramas que viven los caficultores. No es principal fuente de ingresos del país, ni negocio de las élites, ni primer vínculo con el capital extranjero, pero ocupa en 500 municipios y hasta en 22 regiones a 550.000 familias en 900.000 hectáreas, y destina 90 por ciento de su producto al mercado externo como mayor exportador del sector agropecuario.

En 1989 se rompió el Pacto de Cuotas del Café, por el cual los países consumidores hacían compromisos de compra en precio y cantidad con los oferentes. Se dijo que el grano colombiano sería ganador en el libre comercio, pero ha sido cuadriplicado en producción por Brasil, duplicado por Vietnam, casi igualado por Indonesia y las reexportaciones europeas a zonas aledañas han copado ese segmento. El mercado, pese a primas o bonificaciones en nichos diferenciados, no escogió por la calidad.

El ingreso de la familia cafetera ha sido lesionado. Mientras que en 1989, con el equivalente de una carga de 10 arrobas se pagaban 60 jornales o se compraban 1.245 kilos de fertilizante o 75 kilos de carne o 299 galones de ACPM, en 2021, con precios de la presente “bonanza”, se reconocen por esa misma cantidad 42 jornales o 56 kilos de carne o 684 de fertilizante o 161 galones de diésel. El poder adquisitivo en unos renglones cayó a la mitad y en otros perdió la tercera parte, un empobrecimiento en precios relativos.

La estructura de la industria cafetera cambió en el último lustro en sentido contrario al interés del minifundista, que predomina en ella con parcelas menores de una hectárea. Las exportaciones institucionales, que hace la Federación de Cafeteros con recursos públicos del Fondo Nacional del Café, ceden terreno frente a las de los particulares, en su mayoría agencias de las comercializadoras globales. Entre 2011 y 2015, la Federación exportó casi uno de cada cuatro sacos; entre 2016 y 2020, menos de uno de cada cinco.

¿Qué implica tal pérdida de participación? Veamos: entre 2011 y 2015, cada saco de 60 kilos exportado por la Federación se vendió en promedio a 272 dólares, en tanto las agencias transnacionales lo pusieron a 236. Para el periodo entre 2016 y 2020, las colocaciones de la Federación cayeron a 210 dólares y las de los exportadores privados a 203. Convergen a la baja.

La causa, se han reducido las cotizaciones. Entre 2011 y 2015, el precio internacional por libra promedió en 1,97 dólares y en el último quinquenio en 1,48. Los precios han descendido, pero el valor medio del dólar, comparando los dos periodos, se movió en sentido contrario: de 2.051 a 3.187 pesos. Al multiplicar ambos factores, que determinan el precio interno de compra al productor, la libra alzó de 4.040 a 4.461 pesos, solo 10 por ciento, por debajo del incremento de los costos al caficultor en insumos y mano de obra.

Tal mecanismo de fijación del precio de compra es causa primordial de la erosión del ingreso cafetero y corre a favor de los intermediarios que van a la fija. Urge cambiarlo por otro en el que los riesgos no recaigan sobre la producción, la que debe remunerarse rentablemente antes de que sobrevenga otro estallido como en 1995, 2001 y 2013.

En esa senda, por ajustarse a la ruleta de precios internacionales a futuro y otras razones particulares, está amenazada la garantía de compra por medio del sistema de 33 cooperativas, algunas de las cuales, entre las más importantes, arrojan resultados negativos recurrentes. Así pasa en la de Andes en Antioquia, la de Risaralda, las de Tolima-Ibagué, Cafinorte y las del Huila que, con márgenes muy estrechos, acusan riesgo financiero.

Esto trae aparejado un efecto dominó sobre su exportadora matriz, Expocafé, a la que proveen el 30 por ciento del café transado, que en los últimos tres años tiene una pírrica rentabilidad media sobre los ingresos del 0,25 por ciento, un nivel de endeudamiento de tres de cada cuatro pesos de sus activos y utilidades financiadas con pasivos.

¿Para quién será entonces la “bonanza” anunciada, doctor Vélez? Como siempre ¿para agentes externos?

Nota: fui escogido en 2016 entre las ocho personas que podrían ser nombradas gerente de la Federación de Cafeteros y tuve respaldo de varios comités. He guardado cautela frente a la actual administración y coincido en defender la caficultura nacional frente al oligopsonio en la demanda mundial que deprime las cotizaciones. No obstante, ello empeora si el frente interno se entrega a quienes nos asfixian afuera.

Derechos humanos: ¿“Plomo es lo que hay”?

La CIDH impele a la “interlocución y negociación”, contrastando la pantomima de Emilio Archila con el Comité de Paro.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

Naciones Unidas expidió en 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El sujeto es el individuo y los Estados están obligados a cumplirla con los pactos, protocolos y convenios que emanen del sistema internacional.

Consigna más de diez libertades fundamentales, derechos civiles y políticos, a la vida e integridad física y moral, a la participación y la libertad, además de una gama de derechos sociales, económicos y culturales. Establece protocolos contra la tortura y desaparición forzada, y por la protección a la intimidad e igualdad entre hombres y mujeres, y para las poblaciones especiales como infantes y minorías étnicas, entre otros (Galvis, 2006).

El derecho a la protesta, en relación con la participación política, fue desarrollado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH-OEA). En 2019, la Relatoría para la Libertad de Expresión expidió el documento ‘Protesta y derechos humanos’ con estándares sobre los derechos involucrados y características obligatorias de la respuesta estatal. (https://www.oas.org/es/cidh/expresion/publicaciones/ProtestayDerechosHumanos.pdf).

La CIDH, al considerar la protesta “esencial para la existencia y consolidación de sociedades democráticas”, contradice la visión reaccionaria que en Colombia privilegia la represión sobre la libre expresión y reunión pacífica. Expresa que los Estados deben “garantizar, proteger y facilitar protestas y manifestaciones”, contrariando a quienes descargan las responsabilidades en los organizadores, y señala que “la disrupción” que causan no las “hace per se ilegítimas”. El trato no es el Esmad.

En contravía a lo dispuesto por Duque en el paro, la CIDH promueve “gestionar el conflicto social desde la perspectiva del diálogo”, y, respecto al autoritarismo, restringe el uso de la fuerza a “último recurso”. Desdice de quienes plantean “protestódromos”, como Diego Molano, o exigen requisitos para protestar, pues invoca “la libertad de elegir la modalidad, forma, lugar y mensaje” en el ejercicio “pacífico y sin armas”.

A contramano de la maña reaccionaria de asemejar protesta con violencia y destrucción: prescribe que los extremistas sean “individualizados”, pero insiste en que los demás participantes conservan su derecho. La CIDH impele a la “interlocución y negociación”, contrastando la pantomima de Emilio Archila con el Comité de Paro.

En contradicción con ominosas actuaciones de la fuerza pública, exhorta a “máxima restricción al uso de armas de fuego”, excluir “las fuerzas armadas” y acudir a la “dispersión o desconcentración” en casos excepcionales. Pide no “criminalizar” líderes ni incriminarlos con “figuras ambiguas”, como erróneamente hace la procuradora Cabello, prohíbe “detenciones arbitrarias” e “infiltrar” organizaciones sociales y objeta “estigmatizar con el discurso”, usual en la retórica derechista.

A entidades como la Fiscalía les exige investigar, juzgar y sancionar las violaciones a la norma humanitaria, requiere valorar a quienes monitorean actuaciones gubernamentales, como las ONG, y a los medios les demanda objetividad.

La autocracia de Duque en 43 días de paro quebrantó preceptos de la CIDH. Con corte a 31 de mayo se registran al menos “3.798 víctimas de violencia por parte de miembros de la fuerza pública distribuidas así: 1.248 víctimas de violencia física… 1.649 detenciones arbitrarias en contra de manifestantes, 705 intervenciones violentas en el marco de protestas pacíficas, 65 víctimas de agresiones oculares, 187 casos de disparos de arma de fuego…” (temblores.org, Paiis-Uniandes, Indepaz). Agréguese 91 desaparecidos (Fiscalía); 20 homicidios, por disparos de policías a la cabeza o al tórax y uno por paliza, de 68 en investigación; 71 casos de violencia basada en género (HRW) y el Decreto 575, que ordena “asistencia militar” en 8 departamentos y 13 ciudades, tildado de inconstitucional por juristas.

Duque y el Centro Democrático porfiaron su suerte a la de Trump. El uno, con el embajador en Washington, y el otro, con su jefe a la cabeza, intervinieron abiertamente en la campaña. El costo es el desaire de Biden, reprobación internacional por el despotismo y quién sabe qué más, pues ¿permitirá la superpotencia que un “aliado estratégico” pisotee derechos humanos cuando ellos mismos son línea roja frente a Rusia y China, que tiene como amenaza a su hegemonía?

En el máximo desvarío, el uribismo envió una delegación a la CIDH, encabezada por la senadora que pugna por “armar a la población civil en defensa de la vida”. ¿Acaso el libreto es el agresivo lema “plomo es lo que hay”, que profesan los grupos que dispararon en Cali sobre manifestantes inermes en presencia de la Policía o quienes arremeten sobre jóvenes con un Porsche de alta gama o los sicarios que mataron a Lucas Villa en Pereira?

La desigualdad tiene bloqueado al país

La organización actual, gradualmente más inequitativa y antidemocrática, ha montado bloqueos de décadas que no se franquearán sin cambiar su raíz.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

Colombia es de los países más desiguales en la distribución del ingreso. En el periodo 2012-2019, el Banco Mundial lo ubica entre los cinco más inicuos cuando evalúa de cero a uno por el coeficiente de Gini. Mientras más cerca de uno, mayor inequidad. El país marcó en ese periodo desde 0,517 en 2012 hasta 0,499 en 2017, para subir a 0,513 en 2019. Vergonzoso que en el escalafón del Índice de Desarrollo Humano ocupe el puesto 83 entre 189 naciones, pero, al ajustarse por desigualdad, caiga al 95 (PNUD, 2019).

La iniquidad en el ingreso no es la única; se pueden contar muchas más. En la renta; en el patrimonio y la riqueza entre personas naturales, entre las empresas; en género; en educación; en seguridad social, tanto en la salud como en el sistema pensional; en el empleo; en la distribución de la tierra rural; en la propiedad urbana; en la inversión bursátil y el sistema bancario, en los que cuatro grupos controlan el 80 por ciento de los activos. En suma, un país muy antidemocrático.

Abundan los datos contundentes que permiten ratificar esa condición ilegítima. Es el tercero peor en repartición de renta en Latinoamérica después de Brasil y Guatemala (Cepal, 2017); el 1 por ciento más rico concentra el 40,6 por ciento del total de la riqueza (Londoño), y de cada 100 pesos de ingreso, al 50 por ciento de la población –los más pobres– solo le llegan 17, mientras que al 10 por ciento más rico le tocan 40 (Suárez).PUBLICIDAD

Tampoco está exenta de desequilibrios la estructura empresarial. De 1.380.000 firmas estudiadas, las primeras 3.600 acaparan 40 de cada 100 pesos de las utilidades totales, y algo similar o peor ocurre con la propiedad de los activos para la mayoría de los sectores (Acopi. Bogotá, 2018).

A estos cuadros se suman similares en distintas áreas de la vida social. Según el PNUD, Colombia ocupa el puesto 101 en desigualdad de género, por debajo de Cuba, Brasil, El Salvador o México, y se expresa con énfasis en el empleo. En la pandemia, en el trimestre junio-agosto de 2020, la desocupación en las mujeres llegó a una de cada cuatro. Sin embargo, entre las jóvenes subió a más de una por cada tres, y la brecha salarial con los hombres es del 13 por ciento menos (Dane, 2019).

En el empleo también se manifiesta el desbalance. La mitad de los ocupados está en la informalidad y el 88 por ciento con remuneración laboral gana menos de dos salarios mínimos (Dane, 2020). La educación no está exenta de las execrables exclusiones: de 100 niños y niñas que entran a primaria, 44 aprueban el grado once, pero solo 21 logran entrar a la universidad y apenas diez terminan la educación superior, lo que reproduce sin solución las diferencias por generaciones (Acrees).

Lo de la seguridad social es aberrante. Pese a leyes y sentencias, los planes de beneficio en salud siguen discriminando a los afiliados de los distintos regímenes, y el acceso real, la atención y el servicio dependen del bolsillo. En el sistema pensional apenas tiene mesada una de cada cuatro personas en edad de jubilarse. De lo más perverso es la distribución de la tierra. Aunque las pequeñas propiedades son 1,7 millones, apenas ocupan el 2 por ciento del área rural. En contraste, las que tienen más de 1.000 hectáreas engloban tres de cada cuatro de las hectáreas totales (Dane-CNA). Peor, imposible.

Distintos autores explican las causas de tan bárbaras expresiones de discriminación. Thomas Piketty, en El capital en el siglo XXI, asevera que el “análisis erudito jamás pondrá fin a los violentos conflictos políticos suscitados por la desigualdad”. Joseph Stiglitz, en el Capitalismo progresista, dice: “La desigualdad económica se traduce inevitablemente en poder político y quienes lo ejercen lo utilizan en beneficio propio”. Angus Deaton, en El Gran Escape, afirma que quienes logran escabullirse hacia el bienestar “pueden bloquear los túneles detrás de ellos” y Ha Joon Chang, de Cambridge, indica: “El fracaso de construir una economía más igualitaria e innovadora es lo que está en el corazón de las protestas latinoamericanas” (BBC).

El que los más pobres requieran 600 años para obtener con sus exiguas entradas un patrimonio igual al del 1 por ciento más rico (Espitia) o que deban pasar 11 generaciones, 330 calendarios, para salir de la penuria (Ocde) permite concluir que Colombia, fuera de ser de las naciones más desiguales, es, de facto, la tierra de absurdas desigualdades. La organización actual, gradualmente más inequitativa y antidemocrática, ha montado bloqueos de décadas que no se franquearán sin cambiar su raíz: “La globalización y la liberación de los mercados causaron un deterioro en la distribución que no se contrarrestó con el estado de bienestar de transferencias” (Sarmiento, 2020).