BUITRES

Los buitres del capital financiero metieron su Esmad para notificarnos, antes de tomar otro curso, que su filón estará a salvo, como humillaron a Grecia, a la que desvalijaron del bienestar social, o con Argentina.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

En mayo de 2021, la deuda global, de los hogares, las corporaciones no financieras y los gobiernos, sumaba 221 billones de dólares (IIF), mientras que en 2000 era de 63,7 billones, tres y media veces menos. Si a la actual se añadiera la del sector financiero, alcanzaría la cifra descomunal de 289 billones (IIF).

Triplica la producción mundial de bienes y servicios y cubre uno de cada cuatro de los dólares que hay en dinero. Es la mayor de las modalidades especulativas y arrastra otras colaterales. La organización económica ha montado un casino de préstamos a futuro esencial en la financiarización de la economía.

El creciente endeudamiento de las economías se remonta a la última década del siglo pasado (Oxford). En la globalización entró a una nueva fase, pues las que van acumulando déficits en sus cuentas externas acuden a créditos y a capitales financieros prestamistas, un mercado tan jugoso que en los TLC se considera como inversión con garantías plenas.

Dicho mercado abarca los gobiernos y empresas emisoras de bonos y otros agentes y requirió de entes que avalen confianza a los especuladores en sus operaciones. Cumplen la función tres firmas privadas de Estados Unidos, Moody’s, Fitch Ratings y Standard & Poor’s (S&P), un oligopolio de calificadoras de riesgo.

Esa trilogía ha sido criticada por distintos economistas. Dani Rodrik descree del poder regulatorio confiado a un número limitado de agencias “humanas y muy falibles” (2007). Joseph Stiglitz acusa que en 2008 “las agencias de calificación, así como la gran mayoría de los bancos inversores, cometieron fraudes masivos” (2020). Adam Tooze alude al ridículo de S&P cuando en agosto de 2011 rebajó la calificación a Estados Unidos por causa de un mal cálculo sobre un escenario equivocado de referencia (Crash, 2018) y Tepper y Hearn revelan que las certificaciones, por las cuales cobran, les reportan retorno sobre sus patrimonios hasta del 84 por ciento, ya que han hecho de ellas un gran lucro (2019).

Pues bien, con S&P a la cabeza, se lanzaron a desacreditar a Colombia a raíz del hundimiento de la reforma tributaria de Duque y Carrasquilla. El castigo es calificar los bonos de deuda del país como “bonos basura”, con lo cual los prestamistas cobrarían mayores tasas por sus créditos, algo extensivo a firmas como Ecopetrol o Banco Davivienda, que ya vieron la degradación. “Perdimos el grado de inversión”, gimen los idólatras de los mercados financieros.

La decisión resulta inexplicable en la lógica de los fundamentales de la economía nacional: no hay ni explosión inflacionaria, ni crisis cambiaria, ni resquebrajamiento patrimonial o de solvencia del sistema financiero. Ocurre luego de un préstamo de 750 millones de dólares del Banco Mundial y cuando se pronostica para 2021 un crecimiento del PIB entre 4 y 5 por ciento y más importante: los compromisos de pago de deuda a 2030 tienen un programa financiable y una tasa fija convenida (BanRep).

Al inferir que se trataría de una cuenta de cobro por los estragos de la pandemia, dos exministros de Hacienda, Ocampo y Hommes, se pronunciaron: las calificaciones crediticias “no pueden basarse en criterios de corto plazo”, dijo el primero, y “abusan de sus atribuciones”, manifestó el segundo.

¿Qué explica el atropello? El faltante en las cuentas externas, causado por la estrategia de libre comercio y capital extranjero, ha creado en las finanzas públicas un viacrucis de endeudamiento público. Colombia paga para que le presten y le prestan para que pague, un circuito dentro del Presupuesto que condujo a que en 2000 la deuda del Gobierno central por habitante, 1,8 millones de pesos, pasara en 2020 a 12 millones, 6,5 veces más, mientras el ingreso por persona solo se multiplicó por cuatro. El país, estatal y privado, vive del crédito provisto por agentes financieros globales, más que de petróleo o carbón como aducen quienes leen el desempeño económico con ligereza y lo acomodan a su retórica.

Con menor gasto y más recaudo impositivo, la fallida reforma tributaria creaba nuevos espacios fiscales que reforzaran tal círculo vicioso, para que a futuro los fondos de capital tuvieran negocio seguro en ese desequilibrio de 25 billones de pesos que se montaba a favor de la Hacienda. Pero la sociedad dijo ¡NO!

Los buitres del capital financiero metieron su Esmad para notificarnos, antes de tomar otro curso, que su filón estará a salvo, como humillaron a Grecia, a la que desvalijaron del bienestar social, o con Argentina, a la que le convirtieron bonos adquiridos por 48 millones de dólares en pagos por 1.330 (NYT). Cuando las colonias se resisten, ahora los poderes mundiales amplían el menú: de golpes de Estado, invasión o atentados a presidentes a reducir económicamente a las sociedades, elevar el agio y caer sobre la carroña.

Es el empleo, estúpido

Urge, en busca del pleno empleo, la intervención del Estado al menos en tres frentes: en planes de empleo público; en la modificación, enmienda o término de los TLC, como lo permite el capítulo 23 del de Estados Unidos; y en la política monetaria.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

¿Cómo crece la economía? Por el crecimiento del empleo y de la productividad. La fórmula, empero, no funciona igual para todos los países: donde el desempleo es bajo, la productividad es primordial, pero donde es alto, como en Colombia, debe predominar la expansión del empleo (E. Sarmiento, 2021).

¿Qué pasó en 30 años en el país? Tenemos el mayor desempleo de Suramérica y somos, de 34 miembros de la Ocde, el que más lo incrementó, en 3,7 por ciento entre febrero de 2020 y de 2021. Se pasó de 2,88 millones de desocupados a 3,8 millones; tres de cada cuatro cesantes lo estaban antes de la pandemia. ¿Qué no funcionó? Que el salario mínimo se elevó por debajo del ingreso por habitante fruto del dogma de “a menor remuneración, más empleo” y, en consecuencia, la participación de los salarios en el ingreso nacional se despeñó del 48 al 35 por ciento. Se cumplió el aviso de Keynes sobre el mercado laboral imperfecto y la población dijo ¡basta ya!

Urge, en busca del pleno empleo, la intervención del Estado al menos en tres frentes: en planes de empleo público; en la modificación, enmienda o término de los TLC, como lo permite el capítulo 23 del de Estados Unidos; y en la política monetaria.

Desde 2007, conocí un programa de empleo público esbozado por el profesor Álvaro Moreno. En septiembre de 2019, en respuesta a Bruce Mac Master (El Tiempo), precisé: “Dirigido a poblaciones sin enganche en el mercado –entre nosotros, jóvenes y mujeres–, para que desempeñen actividades de baja complejidad”, y dos años más tarde economistas como Ocampo proponen lo mismo. No obstante, en lugar de financiarlo con emisión monetaria, propongo, por razones de permanencia y equidad, una reforma fiscal con esa destinación específica, que grave con tarifas marginales crecientes la riqueza de 40.000 personas naturales poseedoras de entre un millón y mil millones de dólares (Reyes, 2019) y de 75 empresas con más de un billón de pesos de patrimonio. Cálculos moderados estiman entre 7 u 8 billones lo que se recaudaría para un inicio firme y bajar el desempleo a la mitad en el mediano plazo (Garay-Espitia). Deberían girarse a las regiones, según su tasa de desempleo, como capítulo del Sistema General de Participaciones.

¿A quiénes y cómo enganchar? A mano de obra no calificada, del 40 por ciento más pobre, para desempeñar servicios oficiales y comunitarios, de los que se pueden contabilizar más de 30 tipos distintos, resaltando el sistema de cuidado, que debe impulsarse cuanto antes.

Ya hay semillas sembradas: mientras algunos políticos aterrizan de barrigazo en la idea, en Bogotá se adelanta el programa Reto (Retorno a las Oportunidades Juveniles), que apunta a 6.000 jóvenes, y espera ampliarse, para funciones como las mencionadas con acompañamiento en educación y transferencias monetarias, aunque lo ideal es a salario mínimo. Igual el Programa de Cuidado en la Capital, que empleará a cuidadoras que releven a quienes desempeñan dichas ocupaciones para darles tiempo libre y opciones de formación, experiencias que deben multiplicarse.

Pero solo con planes públicos no es posible reavivar el empleo. Hay que enfrentar el quebranto principal: el déficit externo cuyo foco son los TLC. Colombia importa 45 por ciento de los bienes industriales, finales, intermedios y equipo, y 65 por ciento de los cereales y las oleaginosas. Sin revisar las cláusulas vueltas yugo para el postrado aparato productivo, será imposible reactivar el ahorro empresarial nacional y el trabajo.

Si Colombia dejara de importar la quinta parte de maíz, trigo, cebada, soya y algodón, se salvarían 50.000 empleos permanentes, de 240 jornales, y 350.000 hectáreas. Redimir las confecciones y textiles, la metalmecánica y la química o suplir toda la gasolina o el etanol tendría un impacto ocupacional enorme, en un proceso de reindustrialización, y ni qué decir de relanzar un nodo automotor, incluidos carros eléctricos de bajo costo para el mercado interno y regional, donde por cada empleo en planta se arrastran cuatro en sectores complementarios.

La política monetaria, orientada solo a cumplir la meta de inflación, se ha convertido en talanquera para la demanda y la producción, tanto que ya uno de cada tres hogares apenas toma dos comidas diarias, limitada a asegurar rentas efectivas a establecimientos de crédito y valorización en pesos constantes a las inversiones foráneas. Modificarla forma parte de un cambio macro de la política económica, hoy también encriptada en los TLC, para definir una orientación diferente al libre comercio y al modelo de capital extranjero.

He aquí tres ideas hacia el pleno empleo, a disposición de quien quiera acogerlas, pero expuestas con la fuerza con la que James Carville le espetó la conocida frase a Clinton en 1992. La urgencia impulsa a formularlas así.

La emboscada a la protesta

El gobierno de Duque, fuera de aludir a la protesta con el término policial “vías de hecho”, ostenta una conducta reaccionaria al respecto.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

El artículo 37 de la Constitución, en el título II sobre derechos fundamentales, dice: “Toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente. Sólo la ley podrá establecer de manera expresa los casos en los cuales se podrá limitar el ejercicio de este derecho”. Los artículos 18, 20 y 40 lo complementan.

Los apartados 21 y 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas la resaltan como una “forma importante de ejercicio de los derechos a la libertad de reunión pacífica y la libertad de expresión establecida” y tratadistas como Gargarella la nominan como primer derecho, pues de él se han derivado los demás.

Investigadores señalan que en Colombia “la protesta es una de las formas principales de participación ciudadana, y que en la gran mayoría de los casos, transcurre de manera pacífica. La gente suele acudir a la protesta en situaciones o momentos límites, cuando se agotan otros canales de participación o expresión del descontento ante situaciones injustas”. Estiman que entre 1975 y 2016 hubo 25.000 movilizaciones, que aumentaron “desde finales del decenio pasado, cuando aún era presidente Álvaro Uribe” y que “la tendencia se mantuvo con vaivenes bajo el Gobierno de Santos, con el que llegamos al pico de 1.037 en 2013” (Archila, García y Cinep).

El número descendió de 800 anuales a 300 entre 1975 y 1995, subió a 600 hacia 2007 y en adelante estuvo entre 800 y 1.000 hasta 2016 (Cinep). En los primeros tres meses del gobierno de Duque hubo 348 protestas, 59 por ciento más frente a igual periodo en 2017, cuando hubo 1,9 movilizaciones por día (FIP). Para 2019, tras el triunfante movimiento estudiantil de 2018, se activó la protesta contra el “paquetazo” de la Ocde que desató el paro iniciado el 21 de noviembre, teñido por el asesinato de Dilan Cruz con réplicas hasta febrero de 2020.

El Gobierno de Duque, fuera de aludir a la protesta con el término policial “vías de hecho”, ostenta una conducta reaccionaria al respecto: su primer ministro de Defensa, Guillermo Botero, previo a posesionarse hablaba no de garantizarla sino de reglamentarla, porque para él son minorías contra mayorías entorpecidas en su diario vivir. El fallecido ministro Trujillo debió presentar disculpas por excesos de la fuerza pública contra los protestantes, como le ordenó la Corte Suprema, y el actual, Diego Molano, es autor de la “genialidad” de confinar la protesta en un “protestódromo”.

Llueven críticas desde la comunidad mundial al Gobierno por su autoritarismo, que no cumple el protocolo acordado a instancias de la Corte de no usar armas letales, quizás orientado por la máxima instigadora de Álvaro Uribe del “derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad”.

Luego de 15 días, 2.700 concentraciones y 1.215 marchas en 750 municipios, el balance era 2.110 casos de violencia de la fuerza pública, con 40 presuntos homicidios, 34 con arma de fuego –el modus operandi que el 9 de septiembre de 2020 causó nueve crímenes similares y solo tres decisiones judiciales en Bogotá–, 362 víctimas de violencia física y 17 sexual, incluida Alison en Popayán, 1.055 detenciones arbitrarias y 168 posibles desaparecidos (Defensoría, Consejería Presidencial para los Derechos Humanos, Indepaz y Temblores).

Deja mucho qué pensar que gatilleros de civil, en distintos episodios, sean vistos al lado de la Policía, la que, a su vez, tuvo 849 uniformados heridos y la muerte del capitán Solano al enfrentar un robo bancario en Soacha por vándalos que aprovecharon la manifestación.

También entrampan la protesta, al dificultar su carácter masivo, el vandalismo y el extremismo ejercido por anarcos, por la delincuencia organizada, gente descompuesta fruto de la misma crisis galopante, y por residuos insurrectos que persisten en suplir a las masas con acciones “heroicas” lanzándose “por el atajo de una insurrección imaginaria”. Estos modos, en lugar del dicho de los corifeos oficiales, no son criaturas de la protesta, son su contrario. Si se proscribiese la movilización civil y desembocara en la devastación, sería el caos.

Conspira contra la resistencia ciudadana la tecnocracia criolla, que no se explica cómo la “masa inculta” no entiende lo bueno de aumentar el IVA y oficia de eco de los mercados financieros, que castigarán la rebeldía justificada con la pérdida del grado de inversión a la economía y atemorizan con las calificadoras de riesgo que arrasaron en Grecia el estado de bienestar para calmar la voracidad de los especuladores. Tecnócratas alejados de la incertidumbre de 3,5 millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan.

Duque procedió al revés. Primero recaudo de impuestos que gasto público eficaz, primero fuerza desproporcionada que negociación abierta, y primero discurso hosco que mensaje de concordia. ¿Seguirá emboscada la protesta?

Ley para el negocio de salud

El proyecto persigue, en línea con la Ley 100, elevar la tasa de ganancia de los inversores en salud. El interés principal del articulado, ya con distintas versiones, es consolidar economías de escala a las empresas más fuertes.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

El proyecto de reforma a la salud, 010-Senado y 425-Cámara, no garantiza la sanidad general, pero avanza en el negocio de la salud. Se corrobora al confrontar el estado del sector con los cambios propuestos al sistema de aseguramiento, con núcleo en las EPS; a la salud pública y la atención básica; a la educación médica; a la red pública hospitalaria; a la medicina familiar y al registro de historias clínicas, entre varios.

En 2020 había 39 EPS, dos de las cuales solo tienen afiliados en el régimen contributivo, mientras que las demás operan en este y en el subsidiado. Había 19 sin capital mínimo y 21 sin patrimonio adecuado aunque, al consultarse el ejercicio financiero de 2020, cuando siguieron recibiendo la Unidad de Pago por Capitación (UPC) pero suspendieron diversos servicios por la pandemia, las utilidades acumuladas suben a 2 billones de pesos.

La OMS estima que el gasto en salud es de 5 por ciento del PIB, más de 50 billones de pesos. Seis EPS controlan la mitad de los afiliados al régimen privado y dos de ellas, junto con cuatro lideradas por Coosalud, administran una porción similar en el público, con cobertura del 95 por ciento de la población. La que reúne más usuarios, 7,4 millones, es la estatal Nueva EPS.

Entre 1999 y 2018 creció el número de tutelas judiciales para exigir atención y entre 2014 y 2019 las peticiones, quejas y reclamos anuales subieron de 600.000 a más del doble. La Contraloría General (2018) inventarió en 12,17 billones de pesos la deuda de las EPS con las IPS y los precios en salud entre 2000 y 2018 crecieron al año 6,39 por ciento, por encima de la inflación, de 5,08 por ciento (Banrep). La rentabilidad de las EPS sobre los activos en 2019, entre las principales, osciló entre 1 y 14 por ciento (cálculos con base en Supersalud).

Es relevante el aumento de capital extranjero en distintos eslabones. UnitedHealthcare Group se hizo a las intermediarias Colmédica y Aliansalud y a los centros clínicos Portoazul, Colina y Country. También están Keralty, Fresenius, Falk y Christus Health. La inversión foránea entre 2018 y agosto de 2019 fue de 620 millones de dólares (Procolombia), con algunos puestos en las 13 zonas francas sectoriales (M. Tache y otros, UN, 2020).

De ahí se infiere que el proyecto persigue, en línea con la Ley 100, elevar la tasa de ganancia de los inversores en salud. El interés principal del articulado, ya con distintas versiones, es consolidar economías de escala a las empresas más fuertes, aun en detrimento de otras. Recurre, en primer término, al mecanismo de regionalización de un oligopolio dominante del aseguramiento (artículo 35). No para ahí. El artículo 78 introduce la figura de matriz o “controlante”, brincándose con sus propias estructuras las limitaciones a la integración vertical de las EPS.

La UPC creció 132 por ciento entre 2000 y 2019 para el régimen subsidiado y 32 por ciento para el contributivo. Su unificación y un incentivo variable por cumplimiento de metas la incrementa (artículo 34). Pese a lo cual las EPS irían a la fija con el establecimiento de una póliza de seguro que responderá a las instituciones de atención en casos de siniestro en los pagos. A propósito, el Estado queda facultado para promover alianzas público-privadas en cualquier componente del sector, desde el aseo hasta los hospitales (artículo 54).

El proyecto habla del médico familiar. Pero se cuestiona que, en su desarrollo, las EPS ocuparían personal apenas capacitado en un programa básico, no especializado, en “competencias en medicina general con enfoque familiar y comunitario”, dándoles además funciones educativas (S. Abril, 2021). Asumir esa misión les permitiría también controlar las historias clínicas y, por ende, el sistema. Respecto al régimen laboral del personal público, si bien ratifica la contratación directa, según lo prescribió la Corte Constitucional, desconoce la carrera administrativa y autoriza al Estado a definir plantas, salarios y prestaciones (artículos 76 y 77).

¿Cuál el futuro del sector? ¿El Estado solo regulará? Como tiende a concentrarse en los grupos con más palanca financiera, los extranjeros tendrán las de vencer por las normas favorables ya descritas, que se reglamentarán mediante autorizaciones otorgadas al presidente y al ministerio, y contarán con el patrocinio de los capítulos de servicios, inversiones y propiedad intelectual de los TLC. No dice el proyecto con qué tasa de ganancia se diseña, la que realmente se persigue a cambio de excluir al Estado de funciones de salud pública y paliar los costos crecientes, hacia una fase superior de privatización lucrativa. Lo que sí es seguro es el menoscabo al derecho ciudadano en acceso real a prevención, atención y tratamiento.