Relaciones USA-Colombia: de república bananera

El cambio del halcón Trump por la paloma Biden traerá para sus neocolonias —fuera de alguna agenda nueva en medioambiente, tecnología y otras— el canje tradicional de big stick a carrot (garrote a zanahoria) como con Reagan a Clinton o con Bush a Obama.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

Se discute sobre la relación del gobierno de Biden con el de Duque, y en la Cancillería repiten la frase de cajón: “Tenemos una alianza histórica entre los dos países”. Sí, historia en la que la superpotencia ordena y Colombia obedece, de república bananera, precisamente la categoría mencionada por George W. Bush a propósito de la turba trumpista y la toma del Capitolio en rechazo al resultado electoral. Desde 1900 Estados Unidos “convirtió la acción militar en el principal mecanismo de dominación en el Caribe y Centroamérica”, cuya máxima expresión de intervencionismo fue la separación de Panamá de Colombia en 1904, y volvió normal –diez veces hasta 1932– el uso del gran garrote de Theodore Roosevelt (García-Peña, 1994).

Estados Unidos buscó, además, la expansión económica con compañías petroleras y empresas bananeras de la mano del Departamento de Estado y con el crédito público que en 1928 ya sumaba en Colombia 217 millones de dólares en tiempos de la “prosperidad al debe” (Avella, 2007). Las concesiones Barco y De Mares se entregaron a Rockefeller e inversionistas gringos (Villegas, 1994), y la United Fruit creó un enclave en el Magdalena donde recurrió a la masacre con complicidad gubernamental.

La avanzada contó con el colaboracionismo de los gobiernos conservadores de los primeros 30 años del siglo XX, guiados por la máxima de Marco Fidel Suárez: “Mirad a la estrella del Norte” (respice polum) vuelta regla para gobernar a Colombia y retomada por los liberales con Olaya Herrera, que prometieron “desarrollar una política financiera de orden y economía” para atraer los mercados, en particular los de Estados Unidos (J. F. Ocampo, 1980). La Banana Republic fue forjándose a la medida de Washington en conchabanza con dirigentes de los dos partidos, tanto que López Michelsen dijo: “La corrupción empezó en Colombia con la United Fruit Company” (E. Santos Calderón, 2001).

El país ha visto pasar sinnúmero de misiones made in USA desde la Kemmerer en 1923, políticas agrícolas y educativas elaboradas en universidades norteamericanas, desiguales tratados de comercio e inversión, endeudamiento sin tasa ni medida, devaluaciones y revaluaciones según dicta la FED, alineación en la Segunda Guerra Mundial y en la Guerra Fría, Alianza para el Progreso y Tiar, neoliberalismo y el Consenso de Washington; hasta el Plan Colombia, violencias políticas y paramilitarismo con armas en buques bananeros porque “Washington quería reducir la violencia en Colombia” (Frechette, 2017), dictadura, Frente Nacional y revolcón, acuerdos con el FMI y dictados del Banco Mundial, “buenas prácticas” de la Ocde, concesiones mineras y petroleras, privatizaciones a la barata, desnacionalización del aparato productivo, inútil guerra contra las drogas y glifosato, injerencia en la justicia, la fuerza pública y la política social, y zonas de despeje y acuerdos de paz supervisados.

Colombia se moldeó al antojo del Tío Sam –que absorbe el néctar con pitillos o a porrones según le convenga– como inicua criatura: uno de cada tres pobladores se considera pobre, tiene el mayor desempleo de Suramérica (Cepal-2020-3T), el agro arruinado, la economía desindustrializada, estancada y proveedora de bienes primos, una posición internacional vulnerable y un ‘dolarducto’ instalado por donde sale más dinero del que entra.

El cambio del halcón Trump por la paloma Biden traerá para sus neocolonias –fuera de alguna agenda nueva en medioambiente, tecnología y otras– el canje tradicional de big stick a carrot (garrote a zanahoria) como con Reagan a Clinton o con Bush a Obama. En realidad lo novedoso ha sido la alineación de bandos nacionales con las facciones políticas en el Norte en tan deslucido espectáculo que el embajador Goldberg pidió “no involucrarse en las elecciones de Estados Unidos” (SEMANA) y donde no importa lo que “los gringos digan o quieran sino de cuán capaces seamos de sacarle provecho a las condiciones creadas a partir de sus lineamientos” (García-Peña, 1994) en un traslado al plano bilateral del nefasto tipo ¿cómo voy yo?

Además del cuadro de despecho de Iván Duque con llamada en espera desde la Oficina Oval, el mosaico de deshonrosas lagarterías contiene el ¡Hola! de Uribe y Pastrana a Trump en Mar-a-Lago recién posesionado; al embajador Pacho Santos engrudando afiches trumpistas o al Centro Democrático desplegado con la colonia paisa en Florida. Pero también los gritos criollos ¡Ganamos! con el triunfo demócrata y a Gustavo Petro en el clímax: “El programa de Biden es de la misma estirpe del de Colombia Humana en 2018”. Thanks, Mr. Petro!

A contramano, muchos pensamos como un conocido empresario: “Tenemos que dejar de ser los idiotas útiles de los países más desarrollados” (Mayer, SEMANA). ¿Quién, sin cálculo politiquero, nos representaría? ¿Quién que piense en futuras generaciones más que en próximas elecciones?

Vacunas antiCovid-19: con el pecado y sin el género

La desigualdad entre países explica buena parte de la inequidad mundial, brecha que amplió la globalización y es más visible en la industria, en la que los poderosos se fortalecieron fabricando los bienes de mayor complejidad, y los débiles, los productos comunes.

*Publicado originalmente en Revista Semana.

Nota: Cuando Alberto Lleras y Jorge Zalamea fundaron SEMANA, la mira fue crear un medio promotor del análisis, una línea mantenida en las etapas siguientes por los columnistas que me antecedieron en esta tarea, que, por invitación de las actuales directivas, haré con independencia y criterio personal, como conducta constante de que digo lo que pienso y lo digo pegado a los hechos.

La desigualdad entre países explica buena parte de la inequidad mundial, brecha que amplió la globalización y es más visible en la industria, en la que los poderosos se fortalecieron fabricando los bienes de mayor complejidad, y los débiles, los productos comunes. Los primeros gozan de exceso de demanda, en cambio a los segundos les sobra oferta. Entre los renglones apropiados por las potencias, en particular por Norteamérica, está la farmacéutica. Las Big Pharma responden por 50 por ciento de la inversión mundial para investigación y desarrollo en esa rama, son 4 por ciento del PIB de Estados Unidos, perciben ingresos superiores a un billón (millón de millones) y medio de dólares anuales, emplean un millón de personas en investigación, soporte técnico y manufactura, y a 5 millones en toda la cadena (www.selectusa.gov).

Su dominio posa en las cumbres de Washington y Wall Street. Un informe del National Center for Biotechnology Information (NCBI) sobre el lobby político de las Big Pharma para proteger y aprobar normas favorables en los estados, a nivel federal y en el mundo, registra la suma de 4.700 millones dólares en apoyos a candidatos presidenciales, congresistas nacionales y estaduales norteamericanos entre 1999 y 2018, por encima de cualquier otra industria. La más beneficiada fue la dupla Obama-Biden, con 5,5 millones de dólares entre 2008 y 2012. En 2020 Biden recibió 5,9 millones, mientras que Trump, la cuarta parte, 1,5 millones. Las Big Pharma apuestan a ambos bandos (globaldata.com).

El imperio económico tras Pfizer, Moderna, AstraZeneca y Janssen, creadoras principales de las vacunas anticovid-19 y ahora al alza en las bolsas de valores, son los fondos financieros The Vanguard, BlackRock, Fidelity, Capital Research & Management y State Street, que como accionistas institucionales suman entre todos entre 15 y 22 por ciento del patrimonio en cada caso. Las ganancias correrán así a las mismas arcas, cualquiera que sea la vacuna aplicada. Es la figura conocida en el mundo bursátil como horizontal shareholding, que los mismos fondos usan para el control en las Big Oil (petroleras), en las de “economía verde”, de energía solar y eólica y en las primeras firmas contratistas del Pentágono (marketscreener.com).

Con base en la propiedad intelectual, considerada “la sangre del sector privado”, montaron un mercado con normas de hierro para garantizarse el monopolio mediante el sistema de patentes que imponen en tratados como ADPIC, TBI y TLC, con derechos específicos incluso sobre vacunas, patentes que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera un “mercado” antes que un bien de dominio público. Por ello, Estados Unidos y Gran Bretaña, entre varios, basados en los juicios de Albert Bourla, CEO de Pfizer, se opusieron, contando con la vergonzosa abstención de Colombia, en la Organización Mundial del Comercio (OMC) a adoptar esa justa calificación propuesta por Sudáfrica e India para las anticovid-19, idea respaldada por personalidades de la comunidad internacional como el nobel de paz 2006, Muhammad Yunus.

Con la lógica del monopolio se hicieron los contratos para la adquisición de vacunas contra el coronavirus, pese a ser desarrolladas en 85 por ciento con fondos públicos y filantrópicos (Airfinity). Según Bloomberg, los han firmado 189 países con distinta cobertura poblacional, pero es inicuo el comportamiento de los países ricos, que con 14 por ciento de la población acapararon 53 por ciento de la producción inicial (Oxfam). Colombia ocupa el puesto 62 con 33 por ciento de cubrimiento reconocido, debajo de diez países de América Latina, más atrás en la fila de lo anunciado en el programa televisivo presidencial Prevención y acción. De hecho, más de 50 países están vacunando y aquí vamos en cero.

La confidencialidad, con cláusulas onerosas como la de anticipos, que podrían subir a 1,5 billones de pesos, la de datos de los vacunados, la exoneración de responsabilidad a las Big Pharma por eventos adversos prescrita en la Ley 2064, el reconocimiento del monopolio y la exclusión de la farmacéutica nacional, los precios y cuántas más cláusulas desconocidas movieron a un alto funcionario a decirme: “Aurelio, nos arrodillaron”. Tan crudo balance, cierto para muchos países, lo será peor para aquellos con Gobiernos de corvas flojas, entre los que se encuentra el de Iván Duque por no acudir a la cláusula de excepción de protocolos internacionales (TLC) que en casos de epidemia garantiza el acceso sin la extorsión de las Big Pharma. Con el pecado y sin el género.

Teoría de juegos para el tarjetón 2022

¿Se devolverá el péndulo del poder desde la extrema esquina del uribato? ¿Hasta dónde?

*Publicado originalmente en Revista Semana.

Tras la malograda designación de Néstor Humberto Martínez como embajador en España, Iván Duque dijo: “Estará en una comisión de lucha contra el crimen”, y conviene saber si en tal condición Martínez escribió en SEMANA: “Ni Fajardo ni Petro estarán en el tarjetón 2022”. Esa intimidación es parte de las conjeturas sobre las próximas elecciones presidenciales, muchas guiadas por el deseo, aunque hay una que parece cobrar cierta fuerza: serán tres las pistas por donde correrán agrupadas las precandidaturas, no por ser izquierda, centro o derecha, pues en tiempos de confusión “los límites de cada uno distan de estar fijados” (Anderson, 2005), sino por pragmatismo político, lo que tampoco las despoja de eje ideológico.

No obstante, más allá de las suposiciones hay contradicciones que las candidaturas deben resolver para ser viables, algo más realista y menos especulativo. A Petro, por ejemplo, lo acosa la circular de Interpol para Juan Carlos Montes, vinculada a la amenaza hecha por Martínez Neira. Asimismo, se enfrenta al dilema de mantener crispadas a las “barras bravas” –45 por ciento de la gente lo cataloga de extrema izquierda y 35 por ciento, de izquierda (Ecoanalítica)– o de atraer al establecimiento, como intenta con el “acuerdo” que le lanzó a Biden con el telón del cambio climático a ver si cubre el arcoíris desde Washington y sale del aislamiento.

El Partido Verde, eventual núcleo de otro agrupamiento, tiene las alcaldías de Bogotá y Cali y depende de ellas para avanzar, como también de cuajar la unidad entre el conjunto variopinto de tendencias y de contar con candidaturas de peso, pues las que suenan no parecen hervir para la hora. De captar a Ángela María Robledo le daría duro golpe a Petro, y por adelantado tendría buen tiquete de salida. En ese ámbito está Sergio Fajardo, puesto en el foco de la coerción del exfiscal por Hidroituango, y ya con planes de empleo de “emergencia” o para cerrar las brechas en la educación, pero que debe decidir si se allega a los verdes o sigue con su Compromiso Ciudadano, pese a que quizás sea dicha indefinición la que sustenta una favorabilidad del 57 por ciento, ya que 35 por ciento de la opinión no lo ubica políticamente (Ecoanalítica).

Por ahí podrían correr alfiles santistas, como Alejandro Gaviria, Roy, De la Calle, Cristo o los neosocialdemócratas. También Jorge Enrique Robledo, sobre quien, por mi conocimiento de vieja data, coincido con Jimmy Mayer: “De gran integridad y preocupado por el bien del país”, y con Antonio Caballero: “El más serio, tiene inteligencia, coherencia”, pero ni esto ni el atrayente movimiento Dignidad le bastan. Tiene el reto, fuera de oponerse a disparatadas reformas tributarias atiborradas de impuestos indirectos, de hacer razonables pero audaces propuestas sobre empleo, corrupción, paz, salud, equidad de género, ambiental, fiscal y otros temas básicos, además de renegociar el TLC. En suma, “salirse de la fila” para hacerse alcanzable a quienes lo desconocen. Galán es marca en política, aunque a veces se refiere indistintamente a la memoria de Luis Carlos o a Carlos Fernando o Juan Manuel. El relanzamiento del Nuevo Liberalismo será la cuota inicial, pero tendrá una tarea enorme en aras de construir un proyecto factible bajo el precedente del fracaso en 2011 y 2019 en la campaña a la alcaldía de Bogotá, que fuera su plaza.

El peregrinaje al Ubérrimo, que marca la tercera pista, está sellado por el reaccionario Gobierno de Duque y el desprestigio creciente de Uribe, imputado penalmente. Hacen fila Fico, Char, Dilian, Paloma, Trujillo, Nieto, Pinzón y demás. Cargarán, como el exalcalde de Curramba, con pecados propios y también con las nuevas violencias incontroladas y la irracionalidad contra el acuerdo de paz. O con el neoliberalismo repugnante de Carrasquilla. O con el mayor desempleo de Suramérica y con la cuña hereditaria de Tomás (¿cabeza del Centro Democrático?), cuyo talante se mide por la frase: “La JEP hay que acabarla, es muy costosa”.

En el Conservador la enseña la porta Marta Lucía Ramírez, pese a emproblemados negocios familiares, a mil desatinos verbales, a ser vicepresidenta de Duque y hasta de contraer covid por desechar el tapabocas, como Trump. En perspectiva, la colectividad azul seguirá de apéndice del Partido del Presupuesto, según predicó Roberto Gerlein.

Al liberalismo lo ronda la indefinición: no se sabe si está con Duque o es independiente, porque una cosa expresa su jefe en los noticieros, y otra, los congresistas con sus votos, adecuando a Horacio Serpa: es más chicha que limonada. ¿Cultivan acaso la precandidatura dinástica de Simón Gaviria? Sobre el mapa descrito y sin noticias de Vargas Lleras o del insaciable Peñalosa, caben dos hipótesis centrales en el juego: ¿se devolverá el péndulo del poder desde la extrema esquina del uribato? ¿Hasta dónde?